La suerte llama a su puerta

Llamaban insistentemente. Jon estaba pegado al sofá haciendo círculos con el dedo índice en el borde de un vaso ancho mediado de licor. Subió el volumen del televisor, como demostrando al insistente toc toc que no pensaba despegar su espalda sudorosa del sofá de escai marrón para ver quién se encontraba tras la puerta.

Pegó otro trago al licor que le cayó por el gaznate surcándolo por la mitad en fuego. Encendió un cigarrillo. El pesado del golpe de nudillos no desistía y a medida que Jon subía el volumen del televisor, éste, hacía sus golpes contra la puerta más fuertes y constantes. Jon tenía las mismas intenciones de levantarse a ver quién era como de tirarse desde un vigesimonoveno piso al vacío, es decir, que igual podría estar bien para acabar con todo pero, Dios, que perezón.

Desde la cocina llegaba el aroma ácido del lecho de arena del gato, llevaba ya unos días rebosando, y entre éso y el programa de la televisión que iba por su enésima temporada la sensación de realidad rancia se le clavó en lo alto de la nariz, por dentro, allá donde está la base de los ojos. Pensó en levantarse y poner en el toca discos ese magnífico LP que había encontrado en La metralleta a precio de saldo. Pero aún le quedaban un par de tragos dentro del vaso y se tendría que levantar otra vez una vez agotado el licor. Demasiado esfuerzo. También estaba la posibilidad de dar un trago más largo de lo habitual hasta que llegará a su boca el sabor a licor diluido en hielo, en el último trago descafeinado, y aprovechar la necesidad de rellenar su vaso para darse el capricho de poner la pista número tres. Entonces, y sólo si el pesado que querría venderle algo o convertirle al cristianismo desapareciera, sólo entonces, podría disfrutar plenamente del dolce fare niente en que se había convertido sus días libres.

-¡Oiga! ¡Abra! Sé que está ahí.

La máxima esa que dice que siempre tiene que haber alguien dispuesto a joderte un buen día se cumple por necesidad. Sin duda. Jon pensaba que no era posible que aun habiendo decidido no salir de casa en un día libre, apagar el teléfono y el busca e incluso no hacer la llamada de rigor a su ex mujer para recordarla que le había destrozado la vida, que le había llevado al alcoholismo de los solitarios, que sus hijos ya tenían un padre y no necesitaban otro e incluso hacerla responsable de sus ataques de ira, no era posible, que después de todo esto le intentaran molestar de la manera que lo estaban haciendo. TOC TOC TOC

Pese a ser poco amigo de los tragos largos a cualquier tipo de bebida alcohólica,y muy buen amigo de traguitos cortos que dejen saborear el aroma de éstas, inclinó el vaso hasta que los hielos tocaron sus labios e hicieron de tope y, acto seguido se levantó apartando un poco la mesita del salón con el pie izquierdo. Decidió, al mirar desde la base de la botella el nivel de licor, servirse un buen trago para acabarla. Desde el mueble bar, y quizá debido a que estaba bastante alejado de la puerta de entrada, casi dejó de escuchar los golpes del cansino.

-¡Eh! Soy su suerte. No todos los días la suerte llama a su puerta.

Ni suerte, ni leches. Era su día libre y cuando alguien llama a tu puerta, salvo honrradísimas excepciones, es para meterse en tu vida y joder algún aspecto de ella aunque queden pocos que no estén ya más que podridos. Así que se acercó al toca discos y puso a todo trapo la pista tres. La que más le gusta. "Just a perfect day..." De fondo se escuchaba, cada vez más fuerte, el aporreo de la puerta, de un ligero toque de nudillos inicial sobre la puerta se había pasado a un abofeteo, a un aporreamiento, a un linchamiento. Fuera quién fuese estaba decidido a tirar la puerta abajo.
"Drink sangria in the park..."

-¡Oiga! ¡Abrame! Su vida va a dar un cambio. Sólo ábrame.

Lo único que quería ver abierto en ese momento Jon era la boca de este hombre mientras él introducía en ella su escopeta de caza. Puede que fuese la única forma de disfrutar de su copa, de la magnifica voz rasgada de Lou y, por ende, de su día libre. "Someone else, someone good.."
Su vida no iba a cambiar, por lo menos para bien. Nunca nada malo cambia a mejor, el único cambio probable en algo malo es a peor.
Se recostó de nuevo en el sofá, notando como su espalda se pegaba al escai con ese sonido tan característico, como de vacío, y cerró los ojos con fuerza buscando a su Jon interior, porque cada golpe en la puerta, cada grito de aquel energumeno intentando captar su atención solo le acercaba más al Jon colérico. "Oh, it's such a perfect day..." y lo único que le separaba de un día perfecto era ese toc toc.

-Abra no sea tonto. ¿Y si fuera a regalarle un décimo premiado de la ONCE?

Si así hubiera sido,primero, antes de recibir el premio le habría engrilletado la espinilla derecha a la caseta del perro y así se hubiera quedado hasta el fin de los días. La pista número tres iba llegando a su final y no la había podido disfrutar como hubiera querido. La imagen de la escopeta encima de la chimenea frente a su sofá se va haciendo más grande. Más necesaria. Los cartuchos están, bajo llave, dentro del mueble bar. Terminó su copa y se acordó del licor de patata que le trajo su madre de recuerdo de Galicia.

-¡Eh, Oiga!. No pienso irme de aquí hasta que abra.
-Lárguese de una puta vez. Dejeme en paz.
-¡Abra! Es por su bien se lo aseguro.

Mientras Jon contaba la cantidad de veces que los demás han hecho algo por su propio bien y llegó a la conclusión de que ese estado al que llaman "su propio bien" debe ser una mezcla entre la esclavitud en un algodonal y unas vacaciones de setenta años en un estercolero, pues en ese tiempo decía, ha llenado su copa hasta arriba de licor de patata, ha cogido un cartucho del mueble bar, ha apagado el televisor y el toca discos, ha bajado su escopeta de caza de encima de la chimenea, ha cargado dicha escopeta, se ha bebido de un trago el licor de patata y una arcada le ha recordado que odia los tragos largos y a la gente que no respeta sus días libres.

-Voy a contar hasta cinco. Lárguese o haré algo por mi propio bien.

Jon contó hasta cinco, cada número que salía de su boca iba acompasado por los toc toc y los ¡abra! desde detrás de la puerta hasta que Jon abrió la puerta y, sin mirar ni preguntar, el ¡Pum! de la escopeta acabó con la insistencia del intruso y con la cuenta.

Se acabaron los golpes en la puerta. Jon miró a la cara al intruso, desparramado en el suelo y con un boquete en el abdomen. Era el calvo de la loteria, con su cabeza sin pelo, su abrigo negro manchado de sangre y un décimo en su mano aún cerrado. Jon lo recogió y cerró, de nuevo, la puerta.

Jon se llenó la copa, puso la pista tres a todo volumen, se sentó cerro los ojos y disfruto de lo que quedaba de su día libre a sabiendas de que con el décimo que acababa de recoger todos los días, a partir de entonces, iban a ser un día libre más.

La patata mecánica

¿Y ahora qué? ¿Eh?

Oh hermanos, que gran pregunta. ¿Y ahora qué? Porque una vez tracubamos en esta tortura no somos drugos. Somos mendrugos. Mendrugos de quijotera vacia. Hemos de dejar en el slut la ultraviolencia para más tarde. Pero yo digo, oh queridos hermanos, digo ¿por qué hemos de facerlo? Digo ¿De que bogos sirve?. Mis queridos mendrugos, vosotros lo sabeís, sois medrugos pero tambien sois drugos. Y, hermanos, aunque yo sea el líder, la quijotera pensante, no podré facer nada sin la ayuda de mis drugos.

Si si si. No nos analguemos más en sus pisllas y cerremos los velgos. No no no.
Porque si besoneamos de algo lo cogemos, oh hermanos, sabeís que tengo razón. Como facen todos ellos peremos cogerlo. No seais como esos pelgos con corbata y esas pisiltis con trajes de imitación a feda que creen ser mordos viejos de toda la putavida. Ellos tambien son mendrugos, pero no drugos. No no no. Ellos sólo son mendrugos sin axones. Cojamos para nosotros las ablas de estos mordos. Son nuestras. Ellos solo las foderen porque las videaron antes o porque fascistearon a otro para mantarselo. Esas ablas son nuestras tanto como suyas.

¿Por qué dejar en el slut la ultraviolencia? Hermanos no hay razón. ¿O es que quereis una putavida tan ralente como la de vuestra querida eme y vuestro benerado pe? No no no. Mis queridos mendrugos. No la quereis. Y si os orejeais un casco e inventais un boncre cada vez que digitaleaís un nuevo filio ya faceis algo. Y si os disfratais de camarçon y meteís los colgantes en la sopa de los sufrientes tambien faceis algo. Y si dispensaís manduca cadusada faceis mucho más de lo que pereís pero no es suficiente. No hermanos. Porque aun así estaís saldeando vuestro tic tac tic tac. Y ya sabeís, hermanos, Dios prefiere al hombre que elige hacer el mal, antes que al hombre que es obligado a hacer el bien. Si, hermanos, es así de cristalino, como el agua de un manantial.
Es cierto cierto cierto que no sois malchicos sólo por eso. No os purupeis. Para ser un malchico como yo mismo, mis queridos hermanos, face falta mucho sudor y torobajo. No vale con embeberse de moloco y cancrillos en el Korova. Lo sé, el mundo no puede estar lleno de gente como yo. No hermanos.

Para ser un malchico, queridos hermanos, hay que portear la ultraviolencia encima y mostrala en nuestras litsas debemos infundir peskor allá donde festemos. Si si si. Un metesaca rápido a una tilsti en un callejón. Bien bien bien. Un trango de aspakara bien dado a la altura del pum pum. Bien bien bien. Un buen dengo de un libroso de biblio. Bien bien bien.
Pero, hermanos, no podemos estorar ahí. No
Fascisteemos a los mordos. Si si si. Póngamos la novena de Ludwing Van bien bolche en sus domos. Si si si. Hágamos un buen metesaca con sus debochcas ante sus vidros. Si si si. No queneramos sus ablas, aunque sean nuestras. No no no. Queremos verlos chlicar, chlicar chlicar. Juas juas juas. ¿Y ahora qué? ¿Eh?. ¿Y ahora qué?
Ahora si malchicos, ahora si. Vamos por buen sendero. Estercoleemos sus persas. Y jironeemos a sus primojamines. Si si si. Donde más forode. Juas juas juas. Tu me forodes. Yo te forodo. Vidrio por vidrio. Y por qué, hermanos, ¿por qué?. Porque nos gusta. Si si si estos mordos no facen ningún por eso mismo. Si si si tenedlo claro, mis drugos. Su esclavajo para algodoneros no dignifica a ningún de vosotros. No no no. Pero después de ésto ¿cómo os videais? Ajajá plentios ¿eh? Si si si. Más forteses. Si si si. ¿Y ellos?. Hermanos mios, ellos no perucan.

Después de ésto, mis queridos hermanos, ya son mismos que nosotros. Si si si. Mendrugos de quijotera vacía. Si si si. Porque sabeís, mis queridos hermanos, el dinero no lo es todo.

Soy un monstruo

A mi no me hace falta la luna llena. Ni la luna, la verdad. Porque yo mismo soy, a ojos del resto, un loco. ¿Un loco? Prefiero que me llamen monstruo pues la locura es un síntoma de alguna disfunción neuronal que yo no tengo. Estoy tan cuerdo como aquel que accionó el mecanismo de la guillotina en La bastilla, como aquel que apuñaló a César o el que le dio la manzana a la gilipollas de Eva.

Si alguien pudiera verme en mis momentos de soledad en mi guarida cuando puedo ser yo mismo, cuando sale de mi el monstruo reprimido que soy, si alguien pudiera verlo no podría contarlo pues no saldría con vida de aquí. Me abalanzaría sobre el intruso dando rienda suelta a mis instintos más bajos. Me tiraría a su cuello y apretaría sobre él mis mandíbulas notando la dulzura de su sangre entrando en mi boca. ¡Aaaahh! dulce elixir de vida que inunda las entrañas humanas ¡entra en mi! ¡poséeme! Apretaría el cuello hasta haber ahogado los sollozos de mi víctima y una vez me hubiera saciado de su sangre apestosa le abriría en canal con mis uñas para comerme sus vísceras crudas. Corazón, hígado, riñones y pulmones. Por ese orden. Son mis favoritas. Me las comería entre gruñidos y aullidos al cielo, como tantas otras veces, sacaría la cabeza por la ventana y aullaría bien fuerte al cielo ¡aaauuuuuuuuhhh! Esperando una contestación de alguien como yo. De un monstruo. No puedo ser el único. Mis vecinos me mirarían con cara de susto, con los ojos como platos y temerosos de mi reacción. Sabiendo que si llaman a la policía me comeré a sus hijos ante sus ojos y les haré tragar sus intestinos llenos de heces a medio digerir. Aahh dulce venganza. Soy un monstruo.

Cuando era más joven mi condición me atormentaba y me aisló del resto, de los humanos sin necesidad de sangre ni muerte ni odio visceral hacía sus semejantes. Las mamaítas de mis compañeros de colegio no aceptaban mi comportamiento animal como ellas llamaban al desarrollo de mis instintos a mear en las esquinas, a gruñir con un ojo entornado a los niños negros, a mi gusto por oler el culo de sus mascotas, a mis prontos de carrera continua por la avenida del colegio sin venir a qué. Mi mirada de monstruo les daba miedo. Mi mirada fija en sus cuellos y en sus ojos y en todas las parte blandas de su cuerpo. Y ya se sabe que la mirada de un loco, como ellas me llamaban, ha infundido más miedo al mundo que todos el ejercito nazi en Europa central. Sus hijos no se acercaban a mi y cuando lo hacían mi reacción, mis gruñidos, mis labios se flexionaban y enseñaban mis dientes afilados y la saliva me caía por la barbilla. ¡Hambre! Lo pasé mal por entonces. Me escondía en los rincones más oscuros del patio y lloraba a escondidas. Deseaba con toda mi alma encontrar a otro como yo. A otro monstruo. No lo hice y aún no lo he hecho. Y me convertí en invisible a fuerza de esconderme, de estar solo, de sentir el miedo del resto ante mi presencia. Sus pelos de los brazos de punta, su castañeo de dientes, su huida pronta y alborotada. Y aprendí a matar mientras el resto hacía sumas y a buscar las vísceras más sabrosas mientras ellos hacían integrales y derivadas. ¡Aauuuuuhh!. Soy un monstruo.

Me busqué la vida como pude en este mundo que no es el mio. Un mundo donde la no-violencia es la apariencia. Dónde el odio explicito a los semejantes está mal visto y se pena con cárcel y exclusión social. ¿Por qué? ¿Por qué está bien matar a los humanos sin sed de sangre en vida y no matarlos directamente y comérselos? ¿Por qué? ¡Aauuuuuuhh!
No lo entiendo. Soy un monstruo. Aunque no tenga cuernos ni me convierta en lobo a la luz de la luna ni tenga miedo al ajo ni a los crucifijos. Soy un monstruo.
Cómo sobrevivir en un mundo de monstruos con ojos de cordero degollado, con monstruos que se dicen humanos porque niegan sus más bajos instintos, con esos monstruos cuyas vísceras saben a dinero y corrupción. Cuyas vidas no merecen ser vividas y son tan insulsos e insípidos que no merecen ni ser matados por mis dientes, no merecen que los aceche en sus portales para quitarles sus vidas, no merecen que de rienda suelta a mi salvajismo. Pero mi mirada les da miedo. Les acojona. Les hace sentir mi aliento sediento de sus glándulas en la nuca. Y el miedo no sólo hace a esta calaña mojar los pantalones, también me da su respeto.
Y es así como me gano la vida. Infundo miedo. Mi presencia infunde respeto. Miedo. ¡Aauuuuuuhhh! Eso no quita que de vez en cuando me de un capricho un vagabundo, un borrachín, un hijo de algún desalmado. Le quito a la sociedad lo que más le duele. Un espejo en el que comparar su éxito. Su futuro hipócrita.

Soy un monstruo. Pero me encanta.

Coleccionismo

Así a lo tonto me he ido juntando con una con una considerable colección de botellas y latas de cerveza. Lo que empezó como un, digamos, diario original de mi juventud, se ha convertido, con el paso del tiempo en una obsesión patológica. Porque lo que se dice joven, joven, no soy. Vamos, que hace ya unos años que me jubilé y fue ahí cuando mi hobbie se tornó en obesión. Porque claro con tanto tiempo libre ya se sabe. Hasta que me jubilé no tendría más de trescientas botellas y unas cincuenta latas, no más. Las que había ido juntando desde que me fuí al interrail el año antes de acabar la carrera. Me traje unas cuantas de Amsterdam y Munich, poca cosa que luego todo iba a mi espalda.

Éstas primeras, en la estanteria de la que fue mi habitación, con sólo mirarlas me llevaban allí dónde las había degustado, un Coffe-shop, una carpa del Oktoberfest o la terraza de aquel albergue en Salsburgo. Se me venían a la cabeza conversaciones vividas en un canal de Brujas comiendo unas galletas de mantequilla con los pies colgando o en la segunda planta de la torre Eiffel mientras recuperaba el aliento de setecientos escalones metálicos.


Y claro como siempre estuve tan ocupado entre mis masters, mi trabajo, mis clases de alemán, reuniones de vecinos y los domingos de fútbol, joder, que cualquier momento ocioso ha sido bueno para guardar un pequeño viaje al pasado. Qué no hago daño a nadie. Pero claro desde que me jubilé cualquier momento es ocioso. Y como, precisamente, no he tenido muchos momentos así. En fin que con tanto tiempo libre y tantas piezas que coleccionar. Si yo entiendo el enfado de mi mujer. A ver que cuando decidí que, por falta de espacio, iba a trasladar parte de la colección a la habitación de la niña, yo tampoco lo vi enfermizo ni mi mujer, quiero decir, "como ahora tiene más tiempo libre el pobre" pensó, pues eso que me dediqué a mis cosas. A lo que me interesaba.
Pues me bajaba al bar con el resto y nos echábamos un tute. Y depués otro. Y, ya se sabe, que mejor acompañamitno a una tapa que una buena cerveza. Cosas del maridaje, y tal, que no es que lo diga porque sí. Y con tanto tute y tanta tapa la habitación de la niña se me quedó pequeña y eso que quité la cama y usé el armario a modo de vitrina cerrada. Claro, pues a mi mujer ya no le pareció tan normal. Y no sólo porque le invadiera el cuarto del chaval, que era (entonces), el triste cuarto de la plancha. Es que me dijo "lo tuyo tiene delito". De todo lo que le esuchado a mi mujer en treinta años de matrimoniolo peor es, sin duda, "lo tuyo tiene deito". Y me acojoné un poco e intenté cambiar mi hábitos. Pero es que irme a mirar las obras tampoco solucionaba esta obsesión. Porque con las tiendas de los chinos y esas conversaciones de encofrados, planos, masilla de cemento y recalificación de suelos. Tan interesantes. Que nadie me puede arancar la ilusión de guardar un momento así en una botella. Y yo lo intenté, eso que quede claro, que si es un problema mejor solucionarlo. Lo intento pero es dificil, como dejar el tabaco o acertar quince en una quiniela, no lo consigo por más que ponga de mi parte.

Mi mujer no lo entiende. Y cuando comencé a colgar estanterias en el pasillo, en la cocina, en el salón y hasta en el recibidor. No le sentó muy bien. LLamó a los niños. Joder, lo intenté. No se lo creén pero es así. Que cuando me deshice de todas mis botellas, de todos mis botes, no solo fue por el pastón que me saqué de la colección, que creo que han abierto el museo de Contenedores de cerveza en Austin, Nueva York, además lo hice por que sabía que ella, mi mujer, iba a darse cuenta de que ella me da suficiente. Se iba a dar cuenta de que ella, es mi mejor recuerdo. Que mirarla a ella. Sus arrugas. Sus enormes ojos. Sus patas de gallo. Su mal genio. Su cuarto de la plancha cervecero. Su hipoteca. Sus dos hijos. Su madre. Nuestros veranos en su pueblo, en la manga del mar menor, y la virgen de agosto. ¡Madre! que recuerdos. Si ella supiera. Que ella.

En fin que lo he pasado muy bien hoy. Y que no creo que esta latita de Mahou pueda hacer daño a alguien, una vez terminada digo, pero quién sabe. Yo por mi me la llevaría pero no sé si me entiende. Ya sabe.

Reencuentro senil

Dice mi hermano que a la vieja se le está yendo la cabeza. Cada día más. Desde que se murió el viejo vive en la inopia. No se entera de nada. Empezó con pequeñas pérdidas de memoria, no se acordaba dónde había dejado esto o cómo se llamaba aquella vecina. Cosas sin importancia la verdad. Yo siempre pensé que empinaba el codo a escondidas. Pero mi hermano dice que igual es alzheimer o alguna de esas mierdas seniles.

Lo cierto es que el otro día concidimos en un bar del barrio y me dijo que debería pasarme por casa para verla y tal. "Ve a verla, colega, creo que ya no se acuerda ni de tu nombre, mamón", creo que además de ir encogorzado había esnifado algo porque normalmente es muy cuadriculado a la hora de hablar, incluso conmigo.

La vieja y yo ultimamente no nos hemos llevado demasiado bien. Fue, más bien, cosa del viejo que le comía la oreja a todas horas con sus comparaciones entre mi maravilloso hermano y yo. "Se debería fijar más en su hermano. Carlos si que sabe de qué va la vida. Y no el capullo de tu hijo pequeño todo el día de juerga con los amigotes. No ha sido capaz ni de sacarse el graduado. Toda la culpa es tuya que le mimaste demasiado con la tontería esa de el benjamín de la casa". Poco a poco mi madre se convirtió en un ser casi tan despreciable como el hijoputa del viejo. Empezó por dejar de hacerme la cama. Al poco, y por petición expresa del jodido viejo, dejó de hacerme la comida y después me pidió pasta ¡Por vivir en mi propia casa! "Entiendelo, hijo,- me dijo- tu hermano pone dinero cuando cobra y, bueno, no es mucho pero da para comprar las cosillas que necesitamos" Maldita vieja chocha. Qué les jodan-pensé- y a los dos días cogí mis cosas y me piré de allí.



No volví a verla hasta el funeral del viejo. Como dos años atrás y tres después de largarme del redil. Estaba mucho más delgada y arrugada como una pasa. Los médicos le deberían haber embutido todo tipo de tranquilizantes. Cuando llegué estaba cogida del brazo de mi hermano. De riguroso negro los dos. Qué patéticos, lloraban por haberse quitado un peso de encima. Un puto peso obeso y grasiento. Y desde entonces, la verdad, hemos coincidido poco. El bautizo de Carlitos, las navidades pasadas y alguna vez que nos hemos cruzado en el super del barrio. En la sección de bebidas alcohólicas para más datos.



Me da una pereza de la hostia acercarme a casa. Y me suda las narices que esté perdiendo la olla entre otras cosas porque no me lo creo. Tiene un problema con el alcohol. Fijo. Fijo que si. De alguien he tenido que heredarlo yo. Pero lo cierto es que necesito pasta y aunque nuestra relación esté más estancada que el agua apestosa del lago de la casa de campo creo que aún puedo tirar de chantaje emocional ¡qué coño soy el benjamín de la casa!. Aunque la vieja es un poco tacaña es la primera vez que le pido pasta desde que no está el hijoputa.

La casa está bastante cerca de la mía, la de mi casero mejor dicho. Así que, aunque estoy amuermado viendo telebasura, me visto y salgo en dirección a casa de la viejuna.
El portal no ha cambiado ni lo más mínimo desde que yo era cani. Siguen sin poner ascensor. Siguen sin pintarlo. Sigue oliendo a zotal. Y nada más poner un pie aquí dentro siento que he retrocedido a la adolescencia de nuevo. Si la vieja no está en casa me haré una manola para rememorar viejos tiempos. Llamo a la puerta deseando que no halla nadie pero escucho un "¡Voy!" y a la mierda mis sueños onanistas.

Cuando abre la puerta un hedor de tres pares de narices me noquea como un directo de Tyson a las narices. La vieja me abraza en un tufo de orines y sudor. ¡Joder, qué asco!. Si hubiera comido algo habría hechado hasta el bazo ¡lo juro!.

-¡Qué alegría verte, hijo mio! Me tienes abandonada - me quedo sin palabras.

-Ehh, joder, madre. Al final va a tener razón tu hijo y se te esta yendo la olla -Tampoco quiero darle tregua.

-¡Ese malnacido?-me dice y pasamos al salón donde me invita a sentarme

-¿Cómo dices eso de tu hijo?-Le pego un trago a la cerveza que acaba de traer. Ella debe tener resaca porque se bebe una infusión.

-Ese mal hijo, desde que se fue de casa... Mira que tu padre no quería pedirle dinero que entre lo que él ganaba y lo que tú ponías teníamos suficiente. Pero yo pensé: no. Porque no era justo y además ya estaba bien de chupar de la teta. ¡Ni benjamín ni leches!. Tú padre, que en paz descanse, se llevo un buen disgusto cuando se fue. Y ya sabes como estaba del corazón. Cría cuervos... Ojala se hubiese parecido en algo a ti. Siempre fue el ojito derecho de tu padre, como bien sabes y el pobre se fue a la tumba tuerto...-Se queda mirando la fotografía de la boda de mi hermano, esa en la que estamos todos, parece estar en trance pero lo que está es en babia ¡Joder! que no soy Carlos¡¡¡. Tengo que aprovechar la coyuntura.

-Si menudo cabroncete ha sido siempre- respondo aguantado la risa-Oye, madre, solo he venido de paso. Verás el cajero se me ha tragado la tarjeta y como estaba por aquí cerca he pensado que igual me podrías prestar algo- El bueno de Carlos le pide dinero a su querida mamá-esta misma noche vengo con el niño, así lo ves, y te lo devuelvo.

-Hijo no te preocupes- se rebusca dentro de su enorme escote y me tiende tres billetes amarillos- pero tráeme al niño que la próxima vez que lo vea se va a ir a la mili a este paso -finjo una carcajada.

-No digas eso madre. Bueno que voy con prisa. Luego te veo - Se acerca para darme un beso y noto, de nuevo, su olor avinagrado. Me aguanto una arcada y la doy un beso en su mejilla áspera y con unos acantilados tipo finisterre.

-Te quiero Carlos- me dice antes de cerrar la puerta.

"Y yo a ti asquerosa. Y yo a ti. Aunque no sea Carlos"

Manolin. El superheroe anticapitalista.

Aquella mañana no era una mañana cualquiera. Que si que el sol salía por el este y el birují mañanero ponía los pelos de punta y los trabajadores tomaban las calles con sus coches y fumaban cigarrillos laxantes de primera hora y tocaban el claxon y soltaban todo tipo de juramentos al resto de conductores que se paraban en los semáforos en ámbar. Pero por lo demás, como poco para Manuel, no era un día como otro cualquiera. Era el día del principio de su muerte.

Manolín, pobre diablo, a mi personalmente me caía bien, muy bien ¡qué coño!. Era un tío introvertido y callado. No salía mucho de casa. En el barrio tenía fama de friki y pocos amigos (aunque amigos amigos realmente todos tengamos pocos). Costaba acercarse a él, mejor dicho, costaba entrar en su mundo. A mi me costó varios años. Era un tío muy leído que se dice. Una especie de Don Quijote de la era digital. A ver, me explico, él no estaba enganchado a las novelas de caballerías, no creo que supiera nada sobre las andanzas de Amadís de Gaula, pero si que lo estaba a los comics de Marvel, Dc, manga gekiga y cualquier publicación que contuviera dibujitos y héroes. Aunque Manolin era más un antihéroe, una especie de Lobezno. Enfadado con el mundo. El mundo, la sociedad, era su enemigo máximo. Su Magneto. No le faltaba razón.

Pues eso que aquel día se acabó todo. Yo intente hacerle entrar en razón. Pero casi me hace entrar él a mi. Por poco acabo encerrado con él y los hijoputas de sus jefes en la sala de reuniones. Si, por poco acabo como él, con un cinturón de dinamita casera y un botón en off esperando a ser pulsado para mandarlo todo a tomar por el culo. Seguro que al oir la noticia de aquel secuestro tan nazi, tan punk mejor dicho, mucho se llevaron las manos a la cabeza o se atragantaron con la cerveza. Fijo que si. Fue portada en todos los periódicos que sacaron hasta ediciones vespertinas y noticia de entrada en los telediarios (menos en telemadrid por supuesto).
Aquel día, y los tres siguientes, las calles fueron nuestras. Me refiero a los pocos que entendimos aquella acción, o más bien contra acción, como el inicio de algo, algo importante. Vimos aquello como una redición de la Revolución francesa y salimos a las plazas y tomamos los ayuntamientos y más de uno se quedó con ganas de costarle la cabeza al rey y clavarla en el tridente de Neptuno. Pero, ¡qué hostias! si el gilipollas del rey ni pincha ni corta. Dejadle con sus tráficos de armas y sus putas y sus amigos de mala calaña pero buena alcurnia-dijeron otros.

Eso era lo que buscaba Manolín. Un poco de esperanza. ¿Para quién?. Pues para los que aún no la habían perdido, él ya lo había hecho. Y la verdad es que lo consiguió.
Me llamó unos días antes. Quedamos en el Vips de la plaza de los cubos.
Me lo contó todo sin pestañear mientras se bebía un batido de fresa. Yo me quedé mudo.

¿Y bien? ¿Qué te parece? - Preguntó. Joder, colega, se te ha ido la olla.
No, tío, piensalo. Piensalo bien. ¿Qué puedo perder?. -¡La vida!.
Tampoco es tanto. El banco me ha embargado la casa. María me ha dejado. Soy menos que mileurista. Ya me he leído todos los comics que una vida merece. Me he pasado el Call of duty 4. No tengo ilusiones, tío. Y encima tengo que aguantar a los cabrones de mi trabajo, a las cerdas de mis compañeras. No aguanto la televisión ni la radio. Odio los atascos. No me gusta la moda ni la música electrónica. Hace un huevo que no toco las drogas ni me emborracho por las noches.
-Lo ves todo muy negro, no sé, ve al médico. Igual tienes una depresión. Te mandará unas pastillas y como nuevo.
-No es eso. Además no confío en las farmaceuticas.
-No sé, busca otra solución, afiliate a un partido político.
-¿Estas loco? Me gustaría poner una piedrecita para acabar con el sistema. No formar parte de él. Son todos iguales. Menos esos cabrones que tienen las manos llenas de sangre. ¿Quienes son ellos para tildar de terroristas a todo el que no haga como ellos?.-Empezó a tararear la sintonía de los mitines de ese partido tan democrático.
-Me dejas muerto. No sé qué decir.
-Ahora no tienes que decir nada. Pero tú seras mi portavoz. Como mi San Pedro- se santiguó de coña y dijo: Amén.
-Pero, tío, no estoy de acuerdo en lo que vas a hacer.
-No pasa nada. Mira San Pedro. Él tampoco creía en Jesús pero creo que una vez muerto éste le fue bastante bien.

Eso fue todo. Quise pagar pero no me dejó. Dijo: -Hoy empieza todo. Pagar es de gilipollas. Hicimos un simpa.

No fue hasta una semana después que volví a tener noticias suyas. Fue este día del que vengo hablando. Me desperté a mediodía, me fume un cigarro, encendí el televisor y ahí estaba. Una foto de Manolín. -No sé sabe mucho más del perturbado que se ha secuestrado al comite directivo de la multinacional- Decía la futura princesa de familia republicana- Su nombre es Manuel Fernández Sanz es natural de Madrid cuenta trenta y tres primaveras y según varios compañeros de trabajo está un poco mal de la cabeza. Va armado y ha dado un ultimatum de tres días a politicos, empresarios y banqueros para cambiar su politíca laboral, subir los sueldos, condonar hipotécas y encarcelar a corruptos y ladrones de dinero público. El perturbado que se hace llamar Manolín va armado y amenaza con acabar con su vida y la de todo el comité si no se escuchan sus exigencias.
Se ruega a toda persona que conozca a Manolín se ponga en contacto con la autoridades

Llame al instante al teléfono que aparecía en pantalla ocultando mi número de móvil.
-Conozco a Manolín. Soy su mejor amigo
-¿Cómo se llama?
-San Pedro. Usted puede llamarme San Pedro.
El funcionario del otro lado de la linea colgó. Supongo que creyón que era una broma. Lo intente varías veces más sin exito. Así que desistí.

Aquellos tres días fueron un ir y venir de noticias falsas, de mentiras, de gente del barrio en televisión diciendo que le conocían, que eran amigos suyos que sólo era un friki, un estúpido con complejo de inferioridad.

Pasaron los tres días y la noticia del secuestro ya había sido diluido con una derrota del Madrid y un master series para Nadal. Manolin accionó el botón y la sexta planta del edificio de su empresa se fue a la mierda. Dust in the wind. Tambien se fueron a la mierda las vidas de los integrantes del comité. Y, para muchos, la de Manolín el terrorista.
Claro que muchos de estos que dicen que Manolín era un perturbado y tal y cual creen que sólo fue una anecdota más de esta sociedad loca y sin escrupulos. Algo tipo Columbine. Pero no es así. Manolín no era un loco. Sólo hay que ver la mirada de mi jefe de departamento cada vez que tiene que pedir algo. Esa mirada de moñigo en el culo. Esa mirada de puedo ser el siguiente. de si no tienes nada que perder da igual todo. Eso le acojona.

Odio

Cómo odio ir en metro. Bueno, odio muchas cosas la verdad. Pero es que ir en metro es una de las cosas que más odio. Los miércoles por la tarde voy al centro andando, por evitar el maldito trenecito subterráneo, a mi clase de yoga. Después de dos horas de encuentro conmigo mismo en posturas tan dispares e incomodas como el guerrero, el perro cara arriba o el imposible cuervo no tengo demasiadas ganas de volver a casa andando por las avenidas infestadas (turistas alemanes con cara de cangrejo hervido, grupos de universitarios de pellas buscando un bar donde gastar la pasta del mes que le han enviado sus padres, curritos sudorosos y asqueados por tener que volver a casa a verle la jeta a sus cónyuges, familias numerosas con los niños gritando y corriendo y tocando los huevos a los demás viandantes y demás especímenes sociales a evitar por un soltero treintañero, solitario y resentido con el mundo) no me queda otra que bajar al infierno del subterráneo de Madrid.

Bajo con la cabeza mirando mis pies. Primero el derecho, después el izquierdo y vuelta a empezar. Intento no mirar a nadie directamente (nunca se sabe a quién se puede encontrar uno), no me siento al lado de ningún otro pasajero (pueden pegarme cualquier enfermedad, gripe A, atrofia cerebral, derechismo o alguna otra peor si es que la hay), si hay que esperar, otra de las cosas que odio es esperar, pierdo el tiempo estudiándome el plano del metro que desde que lo han cambiado no hay dios que lo entienda y lo único que quiero pensar durante el trayecto es que sólo son cinco paradas entre Santo Domingo y Cuatro caminos. Cinco paradas y punto. Se acabó hasta la próxima semana y puede, sí cabe la posibilidad, que la semana siguiente me vea con ganas de recorrer el camino de vuelta a patita.

Digo que quiero pensar y digo bien porque normalmente, no siempre, se sube en alguna de las estaciones alguien que pide dinero, otra cosa que también odio (puede que lo que más odie de montar en metro). Da igual, todos son iguales, un yonqui que vende pañuelos para agujerearse las venas o el tabique nasal, una banda de mariachis gritando rancheras, un parado, el que no puede trabajar por una operación a corazón abierto en la adolescencia y que se calla que recibe una pensión estatal, la rumana que lleva al niño a la espalda y desea "sorte" a todo el mundo mientras, por dentro, nos maldice, toda esa calaña, en fin, que se gana la vida sin cotizar, sin horarios y sin aguantar a un jefe tocacojones en los túneles. Esta gente no me deja pensar en que sólo son cinco paradas o puede que sean dos si es que suben en Quevedo. Me distraen. Aunque suba a tope el volumen de mi mp3 su voz se escucha de fondo -"Perdonen que les moleste, bla bla bla, pobrecito de mi, bla bla bla, denme algo...."- Una hostia me gustaría darles por tocahuevos.

Sólo hay uno de esos parásitos subterráneos a los que me gusta mirar. Una mujer. Y no es que sea guapa, su belleza es comparable a la de un culo soltando un zurullo enorme de mierda, no, no es eso. Tampoco es que sea elegante, joder, es una tía de algún país del este que me muera ahora mismo si por esos lares han oído hablar de la elegancia; creo que su concepto de la elegancia es algo así como que los dientes de oro, el bigote moruno, la parte de arriba del chándal y la de abajo de un traje de los años setenta es lo más en la Craiova`s fashion week.
No, si esta mujer me llama la atención hasta el punto de hacerme bajar el volumen de los auriculares y mirarle fijamente al broche de oro malo que lleva prendido en la solapa de su americana de segunda mano e, incluso, pararme a ver que coño tiene que decir, es por que canta muy bien. Tanto que alguna vez, en uno de esos momento que tenemos todos de falsa solidaridad, he pensado en decirla que podría ser su mánager y que si la llevo a hacer unos bolos por los bares underground de la ciudad, los que son frecuentados por gilipollas en busca de lo último en tendencias, podría dejar de vivir en una casa patera y comprarse un amplificador de verdad (no como el que lleva que es de juguete) y tendría pasta suficiente para comprarse unas cuchillas de afeitar y a lo mejor, solo a lo mejor no convendría que se creciese, podría pagar al chulo de su hija para que la dejara salir del puti antes de las cuatro de la mañana.

Todo eso estaría muy bien y yo me ganaría unas pelas. Además canta como los ángeles, si es que lo ángeles cantan porque supongo que en el cielo habrá muchas cosas mejores que hacer como tocarse los huevos mientras se toma uno una cerveza bien fría viendo los mejores capítulos de los simpsons que ponerse a cantar como idiotas. Enciende el amplificador y el traca traca de las vías del metro se deja de notar en el vagón. La voz no lleva el ritmo de la música. Y lo más chocante es que canta en su idioma con las erres muy suaves, casí como haches, y las eses arrastradas hasta el infinito. No desafina ni una nota (o eso me parece a mi) y cuando ella esta cantando no me cago en los muertos de la espe si el metro se para diez minutos entre estación y estación. Quizá es porque no entiendo ni papa de lo que dice la canción, quiero pensar que es una canción tradicional de la fiesta de la vendimia o algo así pero siempre termino pensando que son palabras sin sentido o algo por el estilo. Inventadas. En un idioma que sólo existe en su boca.

Y termina la canción cuando llega mi parada. Y me sonrié con su boca desdentada y extiende la mano esperando una moneda de su único espectador. Y yo me bajo sin hacerla caso. Ni de coña, pienso, seguro que se ha cagado en mis muertos mientras cantaba. Fijo. Además no veo el momento de subir de nuevo a la superficie y tragar un poco de aire contaminado, cogerme un menu en el mc donalds y a no volver a bajar al metro en una jodida semana. Con suerte alguna más.

Corazón empeñado

Mira, me dijo laex, aquí lo tengo. Y se agachó mirando bajo la cama de donde sacó una cajita de pañuelos de las que tienen una ranura en la tapa superior para sacar los limpiamocos. La cajita era pequeña, o no demasiado grande quiero decir, estaba llena de polvo que quitó de un soplido en la superficie y me la tendió.


Y ahí estaba, la causa de (casi) todos los males de Gerardo. Gerardo el loco. No puedo enamorarme, me había dicho el día que le conocí, no tengo corazón. ¿Cómo?, pues eso que se lo dí a mi ex y ya no tengo.

Por entonces pensé, como (casi) todo el mundo, que Gerardo estaba mas p´allá que p´acá, en su mundo de color de rosa o algo de ese estilo. La verdad es que nadie puede negar que Gerardo sea un comeflores, lo es, pero que este loco es otra cosa y más cuando tuve la caja que contenía su corazón.


¿Puedo abrirla?, claro pero ten cuidado que no se caiga al suelo. Abrí la cajita con mucho cuidado y ahí estaba el corazón de Gerardo (vamos no creo que laex sea coleccionista de corazones o que haya mucha gente que vaya regalando sus órganos por ahí a cualquiera). Tenía el tamaño de un puño tal como establecen los manuales de anatomía y latía ritmicamente pum-pum pum-pum.


Me quede hipnotizado con el latido. Ahí estaba el corazón de mi amigo. No podía apartar mis ojos de él, pum-pum pum-pum. No tenía sangre coagulada y pese a estar seco en la superficie del pericardio parecía tener la humedad pegajosa de las mucosas dentro de aurículas y ventrículos (vacíos de sangre), o eso parecía ojeando dentro de la cava y de la aorta. Pum-pum pum-pum. El fondo de la caja estaba manchado de sangre seca y una vez abierta, llenó la habitación de olor a casquería rancio y fuerte. Pum-pum pum-pum. Recuerdo el temblor de mis manos cuando laex se acerco para sacarlo de la caja, lo recuerdo muy bien pues casi se me cae al suelo.


Cuidado, dijo laex, le tengo mucho cariño. Agarró el corazón con fuerza con la mano derecha y se lo acerco a la cara. Me encanta olerlo, antes latía mucho más fuerte. Pum-pum seguía latiendo, no paraba.

Un buen rato después y una vez pasado el shock le pedí a laex que nos sentáramos, después de todo estaba allí por algo (no podía olvidarlo). Trajo a la mesa té y pastas. He venido a llevármelo. No te lo voy a dar le he cogido mucho cariño. Que curioso justamente lo que no le tenías cuando estaba dentro de Gerardo. Hace mucha compañía no pienso dártelo. Joder, mira que eres egoísta Gerardo lo necesita. Debería haberlo pensado antes de dármelo. De verdad que no te entiendo ¿sabes que Gerardo está en el hospital? necesita un corazón para seguir viviendo. Me es igual, me importa un pimiento Gerardo. Eres mala, malísima, no te basta con haberle hecho la vida imposible, con haberle dejado hundido en la miseria y las deudas, con haberle destrozado su vida; encima no eres capaz de darme su corazón para que pueda seguir viviendo. Yo cuido muy bien de él, además no es culpa mía que Gerardo no se sepa cuidar el solito, él sabrá que ha hecho para estar en el hospital. Pero tía tienes su corazón. Le doy de comer tres veces al día y los jueves lo saco de paseo ¿qué más quieres?.

Nos quedamos en silencio. Sólo se escuchaba en la sala de estar de laex el latir del corazón. Pum-pum pum-pum. Yo ya no sabía que más decir. Había escuchado hablar de su terquedad y cabezonería, de su malicia y falta de escrúpulos. Pero ni por asomo pensé que sería capaz de quedarse con el corazón de Gerardo aun sabiendo que éste estaba muriéndose en una cama de hospital en espera de un corazón compatible teniendo ella el suyo, compatibilidad cien por cien.

Y ahora si no te importa (que si te importa me da lo mismo) deberías irte. Tengo que bañarlo. Me dijo cogiendo mi brazo y acompañándome a la puerta. Pum-pum pum-pum se escuchaba dentro de la casa una vez que laex cerró la puerta en mis narices.

Gerardo murió unos días después. Los médicos dijeron que por falta de riego sanguineo. Estuve llamando a laex durante varias semanas no tanto para crearla cargo de conciencia como para saber si aún latía. Pero no respondió a mis llamadas.

Pájaros en la cabeza

Después de mucho insistir, de muchos meses rogando a mis padres que me llevaran, de consejos escolares pidiendo, hasta de rodillas, una excursión al zoo. Conseguí que mis padres me llevaran, una tarde de mucho calor a la casa de campo. A ver a los leones medio dormidos y a los pingüinos ponerse morenos al sol de la meseta.

En aquel entonces, quiero decir cuando aún ponían dibujos animados después de comer y no tenía el cuerpo lleno de pelos, siempre soñaba con tener un halcón. Ser un cetrero como los que salían en las películas ambientadas en la Edad media. Soñaba con salir con el resto de nobles a cazar, con mi halcón, perdices, palomas, conejos y liebres. Saldría del castillo con mis mejores galas, mi capa de terciopelo color burdeos, mis botas de piel recién untadas de betún y mi guante de cetrero. Encima de él, atado, mi halcón majestuoso, altivo, el más sanguinario de todos los halcones de Castilla. Una vez en campo abierto le desataría del guante con cuidado de no dañarle sus garras y le daría de comer un despojo de pollo. Le quitaría muy despacio, para que su increíble vista se ajustara a la luz, la caperuza y avistaría su presa. A un pequeño impulso de mi hombro, el halcón, dejaría mi brazo para surcar el viento y ¡¡Zas!!. Otra presa para su amo.

Tenía entonces, y ahora sigo teniéndolos, grandes problemas para cumplir mi sueño. El primero, la negativa de mis padres a que entrara en casa cualquier animal -Ya tenemos bastante con vosotros- al fin y al cabo sería una boca más que alimentar por mucho que yo me empeñara en intentar convencerles de que un halcón se buscaría la comida él solo -Estudia, hijo, y cuando seas mayor te podrás comprar un halcón, un águila o un oso polar. Lo que quieras-. El segundo, no tenía ni la menor idea de dónde se podía conseguir un halcón pues siempre podría criarlo en la copa de un árbol del parque y tenerlo escondido hasta que viviera sólo en el bosque de Sherwood y comiera lo que me cazara mi querido pajarito; normalmente cuando algún vecino tenía una camada de gatos o perros solían ofrecerlos a los demás e ibas a la panadería y te decía el panadero -¿No querrás un perrito?- y no, no quería un perrito ni un gatito ni un periquito. Quería un halcón y no conocía a nadie que pudiera tener una camada de halcones. El tercero, y posiblemente el más importante, en los ochenta los nobles no salían en cacerías públicas y el arte de la cetrería estaba en franco decline, por no decir que estaba acabado.

Estudiaba libros de aves rapaces con mucha más frecuencia que los, de matemáticas o ciencias sociales. Era, por entonces, capaz de distinguir el vuelo de un alcotán oriental de el, de un cernícalo de patas rojas; el vuelo empicado a casi trescientos kilómetros por hora de un halcón peregrino de el, de un buitre leonado. Sabía los nombre científicos, de esos con raíces latinas o griegas o fenicias que siempre están al lado del nombre común del animalillo, de mis rapaces favotitas. Falco peregrinus, Falco subnigers, Falco concolor. Sabía muchas cosas. Las, que había leido en la enciclopedia Espasa del salón y en Las aves rapaces: esas grandes desconocidas (libro que nunca devolví al bibliobús), también había visto todos los documentales de El hombre y la tierra y por reyes me había pedido, además del halcón, un ejemplar de El arte de la cetrería de Félix Rodríguez de la Fuente. En verdad que nunca había visto, más allá de fotos o pantallas, a ningún halcón o ave similar.

Así pues nada más entrar al zoo y justo después de hacernos la foto de familia en la entrada -Sonreíd niños- fui directo a las horas de los espectáculos pues no quería perderme por nada del mundo la exhibición de aves rapaces en el aviario. -Queda media hora, rápido, sólo medía hora.-
Llegamos al aviario y nos pusimos en primera fila. Mi padre bebía una cerveza y mi madre daba de comer a mi hermana pequeña. Sólo yo parecía entusiasmado.

Y llegó el momento. El locutor empezó a dar una explicación sobre hábitos, hábitats y demás chorradas, a oídos expertos, de todos y cada uno de los especímenes que iban a sobrevolar nuestras cabezas en breve. -No se muevan, podrían convertirse en presas a sus ojos- Hubo gente que se levantó y se fue. Y salió el cuidador. La primera ave era una lechuza con su capacidad de torcer el cuello ciento ochenta grados, no era muy grande, en el brazo del cuidador no parecía más grande que el loro de un pirata tuerto. Por supuesto su velocidad de caída era inmensamente más baja que la de cualquier halcón. Sobrevoló con total parsimonia como si esperara que le hicieran un book el aviario y llegó al otro extremo donde esperaba un cuidador con un trozo de carne. Esperaba con las ganas de una embarazada fuera de cuentas el momento en que saliera un halcón, de verle despegar sus patas del cuidador y lanzarse hacía arriba, sin ningún esfuerzo para divisar mejor el panorama de ataque, sentir el bufido de sus plumas en la caida sobre su presa a punto de romper la barrera del sonido y chis-chas una rata del aire menos, o un rantoncito o, incluso, un perrito de las praderas.
Y, casí al final, salió el mismo cuidador de todas las aves con una bolita de plumas en el brazo, pequeño y feo, sin lustre alguno en las plumas. -El Halcón peregrino. El ser vivo capaz de alcanzar las velocidades más altas. Letal de todas todas- La gente que quedaba en el aviario miraba, por primera vez, con los ojos como platos, anonadados, cualquier movimiento de la bestia. ¡Menuda bestia! a su lado el hamster de mi amigo Arturo era un Grizzlie. Un poco decepdionado, espere a que emprendiera el vuelo. Y lo hizo. Describió sobre el aviario la misma trayectoria que las anteriores aves con las alas abiertas esperando fotografías, planeando como una simple golondrina comiendo insectos en el cielo veraniego o una gaviota ruidosa esperando el proximo barco cargado de peces, se poso con cuidado en el brazo del cuidador del otro extremo y engulló como si no fuera el ave más letal sobre la faz de la tierra y bajo las inexistentes nubes el trocito de carne que le ofrecía éste.

Y se acabó el espectáculo -¿Nos vamos?-Pero, hijo, aún no hemos visto a los tigres ni a los elefantes- Me da igual.-

Llegamos a la salida, a la tienda de animales de peluche. -Mira, hijo, el halcón que querías para Reyes-Dijo mi padre dándome un peluche en forma de halcón. Lo miré. Parecía más feroz que el real. Más peligroso, capaz de clavarte sus garras de peluche por un cachito de carne cruda.
-Na, ya veré que les pido este año.

Cosas de niños

No tengo por qué negarlo, no me avergüenzo de lo que hice. Lo sabe todo el mundo, mi familia, mis amigos y las vecinas cotillas que se quedan hablando horas sin tiempo con mi madre en el rellano de la escalera. Es completamente cierto y no había pensado en ello desde hacía mucho. Las cosas eran diferentes entonces y era demasiado pequeño como para hacer lo que hice. Por entonces todo tenía su tiempo: el calendario periódico de vacunaciones hasta los catorce años colgado en todas las salas de espera de todos los centros de salud, el primer diente (el incisivo izquierdo superior) de leche a los seis meses, la primera palabra a los nueve meses, ponerse de pie y echar a andar como un balancín de un lado para otro al año, la comunión a los nueve años, la primera bicicleta a los tres años con rueditas que no se deben quitar hasta los cinco años como mínimo. Así era todo.

Aún recuerdo a mi padre tirado en el sofá con la incipiente barriga cuarentona saliendo por debajo de la camiseta rascándose la entrepierna:
-¿Dónde vas con esa llave inglesa? si es más grande que tú- llama a mi madre y deciden hacerme una foto para mirarla unos años más tarde con los ojos húmedos y decirse -¡Qué rápido pasa el tiempo! Aquí tenía tres años y medio-
Me meto en la terraza y me pongo a jugar a los mecánicos con mi BH roja. Al rato salgo de la terraza empujando el manillar de la bicicleta y dándole a mi madre las rueditas.
-Aún no puedes andar en bicicleta sin ellas- me dice
-¿Por qué?
-Porque no -mi madre va al cuarto de estar y enseña las rueditas sueltas de la bicicleta a mi padre -Dile algo a tu hijo-
-Son cosas de niños, mujer, déjale tranquilo.
-¿Y los vecinos?¿Qué dirán?
-Qué les den a los vecinos. Aquí esta el nuevo Bahamontes.
-Dirán que somos malos padres. ¿No lo entiendes?
-No

La voz corrió por todo el vecindario como corrían los gitanillos nada más robar un reloj calculadora o un paquete de tabaco a algún payo aventurero capaz de adentrarse en sus calles de barro y ratas rabiosas. -Es él, es él- me señalaba el carnicero, el conserje del colegio y hasta el vendedor de la ONCE. ¿Quién? ¿Ese enclenque?- asentían al mismo tiempo el bodeguero, el del butano y el afilador. -Qué osadía- decían sus ojos acusadores.
A mi me daba igual, es cierto, iba con mi bicicleta como un rayo por el parque y en la plaza del mercado y arriba y abajo de la calle principal. ¡Qué sensación! El viento en mi cara a la velocidad que pudiesen dar mis piernas a los pedales de la bicicleta, las miradas de las niñas que jugaban a la comba en el patio del colegio abandonado, los chavales de mi calle muertos de envidia -mamá déjame quitar las rueditas-No, hijo, no. No quieras ser un golfo-

Conocí entonces lo que había más allá del descampado de la estación de tren y, en los parques de los barrios de alrededor. Encontré más allá de vertedero, en las urbanizaciones, campos de beisbol como en las películas americanas y, picaderos de caballos y yeguas y ponies. Había huertos y granjas al otro lado de la vía de las obras de la futura M30 ya casi a la zona restringida del aeropuerto.
Llegaba tarde a comer, a cenar y a merendar. Mi madre no aceptaba mi nuevo status de conductor con vehículo propio (-no tan pronto-).

-Tenemos que hacer algo con él- la escuchaba en la sala de estar decirle a su padre después de casimiro
-Déjale. Tarde o temprano se caerá y aprenderá- decía mi padre levantándose a bajar el volumen de la televisión.
Se equivoca, pensaba yo, jamás me caeré. Soy el nuevo Bahamontes ¿Ya se le ha olvidado?
Pero no lo hacía. Eso me quedó claro al día siguiente cuando me aventuré a levantar el manillar con todas mis fuerzas para hacer un caballito en la bajada de la cuesta frente a la casa del jubilado. Y caí. Vaya si caí. Y estuve todo el verano, tres meses enteros, a los cuidados de mi madre -¿Ves? ¿Ves?- Con una pierna escayolada y una muñeca operada. Mirando por la ventana a los chavales tirar globos llenos de agua a las niñas y escaparse en sus bicicletas con sus rueditas laterales.

Y después de estar tanto tiempo sin acordarme de esto me dice mi mujer:

-Dile algo a tu hijo- Y me da las rueditas de su bici.
-¿No prefieres una Play station?

La verdadera pandemia

Y ahora la veo acercarse a mi. Como si nada. Me toca el hombro izquierdo y me doy la vuelta. Su melena de zorra me acaricia el lado izquierdo de la cara y la miro de reojo, con desconfianza ciega.
- ¿Ya ni me saludas?
- Hola
- ¿Ya ni me hablas?
- Te he saludado
- ¿Por qué?
- Ya lo sabes. Déjame en paz

La muy cerda. Qué fácil es convertir las putadas en simples anécdotas para su cerebro subdesarrollado. Qué fácil olvidar que me fui cansado de sus desmanes, de sus desplantes y sus desfases horarios. Qué fácil es todo cuando no eres más que una adolescente treintañera. La pandemia del siglo XXI: Adolescencius perpetuis.
Y la miro, alejándose, por mi izquierda. Con la cabeza mirando al suelo. Con la penitencia que le impone su remordimiento martilleándole los oídos. -Has sido mala-Has sido mala-. Y, de repente, suelta una carcajada y me mira de nuevo.-No me importa-Me importa un bledo-No me duele-Soy una mujer independiente-Se dice a si misma. La conozco.

Y vuelve a la carga. Por la izquierda. Por mi izquierda. Sabe que tengo más mano izquierda que ella y, más temple. Sabe que no la gritaré, ni la agrediré, ni hostias de esas suyas. Ese no es mi estilo. Nunca lo ha sido. No me conoce.
Me pregunto qué necesita. Sólo se muestra dulce conmigo, con cualquiera, cuando necesita algo. Uno de los síntomas de su enfermedad: Egoismus Convenidus.

- Hazme un favor
- No me viene bien
- Aún no sabes qué es
- Me da igual
- Sólo es un favor. Hazlo por lo que hubo

¿Qué hubo? me pregunto rascándome la barba. Hubo basura y peleas, risas a mi costa, ninguna felicidad ni compañía y gente mucha gente. Nosotros, yo, eramos una casa de putas, cualquiera se metía a jodernos, joderme. Un síntoma más: Chantajus Emocionalis.

- ¿Qué hubo? no lo recuerdo
- ¿Cómo puedes decir eso? Tú no eras así antes
- Antes ¿Cuándo?
- Antes. Cuando me querías
- No sé a que te refieres

Y eso es lo más triste pienso cerrando los ojos intentando no mirar su boca de fulana. Lo más triste es que es contagioso y antes le hubiera hecho el favor, fuera cual fuera. Aprieto los ojos no dejando salir las lágrimas que empujan a mis parados. No hay duda tengo un síntoma: Sentimenta Interpele.

Y se va. Se aleja haciéndose una coleta de pilingui, moviendo el culo y gritando improperios. Me acaba de cruzar la cara con su mano derecha abierta. Me pica el carrillo izquierdo. No hay duda ella esta infectada: Violentia Gratuitika.

Dentro de poco yo también seré un monstruo.

Patito feo S.XXI

Carlota, Lapecas estaba más que cansada de su mote. Todos los días volvía a casa llorando como una plañidera, con los puños cerrados y llenos de rabia. Corría por el pasillo de la casa y se encerraba en su habitación hasta la hora de la cena.

Lapecas. Lapecas. Lapecas. Todo el día pensando en lo mismo. - Hija mía, no le des importancia. Los niños son muy crueles- Solía decirle su madre. Pero a Carlota, Lapecas, poco le importaban las cosas que pudiera decir su madre: Tenía casi trece años. Era de estatura media. No sacaba malas notas. No fumaba. No era una machorra, ni una descarada; ni jugaba al fútbol con los chavales, ni, cuchicheaba con las chavalas. No insultaba a los profesores, ni hacía peyas. Llevaba los deberes hechos a todas las clases. Hacía corazoncitos en los puntos de las íes en la clase de caligrafía. Iba a clases extraescolares de natación e inglés. Era una chica de lo más normal. Salvo por sus pecas. En la cara, en la espalda, en los brazos...pecosa.


-Si, al menos, me hubieran crecido las tetas- pensaba Carlota, Lapecas, en su habitación mientras hacía las tareas del día (Matemáticas, Historia, Geografía) -De poco me servirán mañana. Mañana volveré a ser el centro de las burlas de la clase, a menos que haya un simulacro de incendio, un profesor sustituto, un alumno nuevo o, un cataclismo nuclear- Se decía a si misma contándose las pecas de la cara.


-Mañana no quiero ir al colegio- les dijo a sus padres a la hora de la cena
-Claro- respondió su padre cortando un trozo de bistec- yo tampoco voy a ir a trabajar.
-Hija mía, ¿Qué pasa mañana?- terció su madre que estaba en la cocina.
-Mañana nos llevan a la piscina en educación física- Carlota jugaba con las patatas fritas. No tenía ganas de cenar.
-Mira-volvió a tomar la palabra su padre-nuestra obligación es trabajar. No nos gusta lo más mínimo pero alguien tiene que traer dinero a casa. La tuya es estudiar. Que no te gusta: cuando tengas edad lo dejas.-pegó un enorme sorbo de agua para tragar la bola de carne y patatas que tenía en la boca.-No se hable más.

Y no se habló más. Se acabaron las natillas de postre. Sus padres se pusieron a ver la televisión antes de irse a acostar. Y Carlota, Lapecas, se encerró, de nuevo, en su habitación.

Aquella noche no durmió demasiado (por no decir nada). Cada vez que cerraba los ojos veía a sus compañeros mirando sus manchas oscuras de sus hombros, de su espalda, de sus piernas. Se veía ella como una gran peca. Mirala, mirala, lapecas no tiene tetas.- todos se rien mientras miran sus pequitas. Podrían reirse de las orejotas de fulano, o de las gafas de zutano e incluso de la leve cojera de mengana. Pero al día siguiente todo sería como siempre, Lapecas, Lapecas, Lapecas.

Llegó la mañana y se levantó, sin ninguna gana, de la cama deshecha, cansada de dar vueltas en ella. Preparó la mochila. Metió en ella su bañador favorito, sin ninguna gana. Bebió el colacao de las mañanas mojando en él unas magdalenas que se deshacían al contacto con la leche. Sin ninguna gana las engullía. Subió al coche de su padre, que la llevaba al colegio todos los días, y escucho la radio sin gana alguna.
Carlota, Lapecas, llegó al colegio desgana y cansada. Los chavales de su clase se arremolinaban alrededor del autobús que les llevaría a la piscina. Unos reían, otros corrían, algunos flirteaban entre ellos, los más pelotas hablaban con los profesores y Carlota, Lapecas, se escondía de sus compañeros -Si empiezan ahora, cuando lleguemos estarán más pesados. El día puede ser muy largo- pensaba mientras encogía el cuello como una tortuga, como si su cuerpo fuera un caparazón en el que esconderse.

Llegaron a la piscina y para sorpresa de Carlota, Lapecas, nadie se había metido aún con ella entusiasmados, como estaban, ante la novedad de un día fuera de las aulas, lejos de la pizarra y las tizas, sin escuchar aburridas explicaciones de teoremas matemáticos o de estirpes reales.
Aún no había escuchado ni una sola vez su asqueroso mote.

Carlota, Lapecas, se entretuvo antes de entrar al vestuario haciendo como que leía los carteles con las actividades ofrecidas por el complejo deportivo. Cuando entró a cambiarse todas las chicas estaban ya en la piscina. Se cambió con la tranquilidad que da la soledad y salió dispuesta a zambullirse en el agua a toda prisa con tal de que nadie se fijara en ella.

El agua estaba helada de primeras pero una vez acostumbrada al medio Carlota, Lapecas se vio como pez en el agua. Su cuerpo sumergido a salvo de miradas. Su pelo mojado pegado a la cara tapaba la inmensa mayoría de sus pecas. Buceó, nado a braza, a croll, a espalda. Olvidó, por momentos, sus miedos y subió al trampolín y se tiró varias veces. Nadie parecía estar pendiente de ella.
Carlota, Lapecas, cansada de tanto nadar y con los dedos arrugados como garbanzos salió del agua (tan rápidamente como entró) y se dirigió a su toalla. Solitaria. Detrás de un par de árboles. A la sombra lejos de miradas. Se tumbó en la toalla y cayó en un duermevela reconfortante.

-Hola ¿Estas dormida?-preguntó la voz de un chico.
-No. Estoy descansando-respondió abriendo los ojos y viendo a un compañero de su clase en el que nunca se había fijado demasiado.
-Soy Alberto. Llevo poco en el colegio. Nadas muy bien-le dijo mientras se sentaba a su lado.
-Hago natación-respondió sentándose ella también.
-Me hacen mucha gracia tus pequitas de los hombros. Te quedan muy bien-dijo entre murmullos.
-A mi no me gustan nada. Si pudiera me las quitaba- se tapó los hombros instintivamente.
-A mi me gustan. ¿Vemos quién aguanta más bajo el agua?- Se levantó y le tendió la mano.
Carlota cogió la mano de Alberto. Estuvieron todo el día para arriba y para abajo. Nadaron y rieron. Comieron y echaron la siesta. Jugaron a las cartas y volvieron sentados juntos en el autobús.

Lo cierto es que desde aquel día Carlota no ha vuelto a escuchar su mote. Seguro que se lo siguen llamando. Pero, sinceramente, ella no lo escucha.

Oasis

Sudaba hasta por los poros de las pestañas -recordaba Ismail- llevaba ya unos días vagando por el desierto. Mi hijo había perdido su cometa favorita y fui en su busca. Seguía su rastro serpentino por las dunas. El viento, siempre el viento, la arrastraba más allá. Más adentro del desierto. A veces, cuando creía que ya la tenía una ráfaga de viento caliente como un café recién servido la arrastraba, una vez más, a la siguiente duna e incluso, en otras ocasiones, más lejos todavía.

Pues como decía -continuaba Ismail- el sol en lo alto del cielo me estaba sacando cada gota de líquido del interior de mi cuerpo. Estaba agotado. Tenía calambres en las piernas, dolor de cabeza acompañado de palpitaciones en las sienes, la boca seca con un trozo de carne en salmuera haciendo de lengua, los ojos como uvas pasas. A cada paso la cometa se perdía un poco más en la arena infinita y yo, iba encorvándome un poco más llegando en algún momento a posar las manos en el suelo (movedizo y ardiente) para ayudar a mis piernas a seguir adelante.

Cuando ya estaba dispuesto a dar la vuelta y volver a casa con las manos vacías vi, de nuevo, la cometa. Estaba en un pequeño valle entre dos dunas donde el viento no entraba con facilidad suficiente como para llevársela de nuevo. Desde mi posición en lo alto de una montaña de arena no distinguía bien el suelo de ese valle sólo, los colores chillones de la cometa. En un último esfuerzo me dejé caer por la ladera de la duna en busca del valle y de la cometa. Ésta parecía hundirse en la arena como si de un charco profundo se tratara. Según iba cayendo al límite entre las dos dunas vi los destellos del sol en el fondo del valle. Me cegaban con sus brillos multicolores. Pude haberme frenado clavando pies y manos en la arena pero no lo hice. No sólo porque mi cuerpo no obedecía las órdenes de mi cerebro también porque de esos destellos multicolores emanaba una brisa más que reconfortante; era refrescante noté el sudor helarse en la superficie de piel; era hipnótica mis ojos (húmedos de nuevo) ya no veían la cometa de mi hijo, sólo los brillos sus colores su frescor; era magnética pues tiraba de mi hacía el fondo del valle que no era tal pues a medida que me acercaba me quedaba más claro que aquello era una suerte de líquido y cuando lo toqué me quedó aún más claro.


Si -continuó Ismail- aquello era líquido pero no un líquido como el agua (transparente y manejable a nado), era más bien una especie de engrudo. Líquido si. Extremadamente viscoso también. Caía hacía la profundidad desconocida. Era inútil intentar mantenerse a flote. Me hundía como si estuviera en una piscina de gelatina: lenta y dulcemente. Mis oídos, mi nariz y mi boca se llenaron de esta sustancia. Pudiera ser que se tratara del legendario flogisto de los alquimistas pero en ese momento poco me importaba. Además tenía sueño, mucho sueño. Caí en un sueño húmedo mientras bajaba a las profundidades de lo desconocido.

Cuando desperté estaba en una jaima. Tumbado en una cama. Apenas llevaba ropa. Una túnica finísima de algo parecido a la seda pero más suave, más fino era todo mi atuendo. Un ser luminoso, tan luminoso que no podía mirarlo directamente pues su brillo me cegaba, estaba a mi lado. Me toqué la cara, me acuerdo -incidió Ismail- porque me picaba, tenía una barba considerable.


-Esto debe ser suyo- la voz salía de la habitación, retumbaba como el eco en los alpes suizos. El ser atenuó su luz y me ofreció la cometa- ¿Qué es?. Me moría de ganas de preguntar qué era él pero me pareció descortés. Después de todo debía estar en su casa.
-Es una cometa- dije mientras me recostaba y me fijaba en sus facciones, facciones por decir algo pues sólo era luz. Luz que cambiaba de tonalidad e intensidad con los movimientos. Luz que emitía voz e incluso agarraba objetos como la cometa que mantenía sobre un apéndice anaranjado.
-¿Que es cometa?-aquella vez la voz parecía salir de mi propia cabeza.
-Un juguete. Vuela con el viento. -alargó el apéndice anaranjado y me tendió la cometa. El contacto de mis manos con su ser transmitía necesidad de contacto. ¿Con qué? no lo sé.
-Enséñeme- ordenó mientras señalaba con un nuevo apéndice una mesa llena de viandas - Pero, primero, coma y descanse.- Y se fue.

Así hice, comí pasteles, frutas y verduras de sabores y colores y olores indescriptibles. Dormí en una cama de aire con sabanas de hielo caliente. Olvidé, os aseguro que lo hice -recalcaba Ismail-, olvidé el paso del tiempo. Disfruté de un paisaje inexistente desde la puerta de la jaima, un paraje desértico, si, como el de la superficie; un aire limpio y perfumado de oxígeno, como ninguno en la superficie; un descanso continuado como debe ser la muerte pero estando vivo. En todo el tiempo que pasé allí, no sé precisar cuánto fue, jamás vi ningún otro ser como mi anfitrión que sólo aparecía de vez en cuando. No estaba, para nada, recluido. Sólo que no sabía subir. Además recordaba cuánto me había costado llegar hasta allí. A la cometa favorita de mi hijo. Por supuesto que echaba de menos a la familia pero cada día su recuerdo era más vago. Y digo días por decir algo pues allá abajo no había noche. Sólo día. En realidad allí sólo estuve un día, se podría decir.

-Ahora quiero que me enseñe cómo funciona esa cometa- dijo un día mi anfitrión por sorpresa.
-Debería repararla, creo que la cuerda esta un poco dañada-repuse.
-No sé que es cuerda pero usted sabrá- señalé el cordón que hacía dirigir la cometa y el ser luminoso hizo surgir de uno de sus múltiples apéndices coloreados una cuerda.-¿Esto valdrá?
-Creo que si-

Nos dirigimos fuera de la jaima e hice volar la cometa. Piruetas. Cabriolas. Tirabuzones. Las sombras que parecían ser los ojos de mi anfitrión parecían más grandes que nunca antes. Le ofrecí la cuerda. La agarró con dos apéndices verdes. La hizo volar. El ambiente se llenó de un ronroneo felino que provenía del interior de él. Rrrr, rrrrrr, rrrrr.
-Gracias- Dijo mientras me devolvía, de nuevo, las riendas de la cometa y soplaba, o eso parecía, hacía la cometa. Soplaba tanto que me hizo volar. Hacía el techo de suelo del desierto exterior. Traspasé la capa gelatinosa y aparecí de nuevo en del desierto.

Desanduve mis pasos -esto lo dijo Ismail con pesadumbre en los ojos- sin sentir ni gota de sudor correr por mi frente. Llegué a donde había dejado a mi hijo y a mi mujer, que seguían en el mismo sitio donde se quedaron cuando se perdió la cometa. Debajo de una palmera datilera. Ninguno de los dos se fijo en mis barbas.

-Toma hijo. Como nueva- le di la cometa a Ahmed.
-Ya no quiero jugar más- y volvimos a casa.

He estado buscando aquel valle durante semanas. Pero nada. A saber. Lo cierto es que me gustaría regalarle una cometa a aquel ser. Parecía tan feliz con ella.

Terminó Ismail. Ha contado tantas veces esta historia. Pobre loco de Ismail. Siempre la cuenta. ¿Quien se la va a creer?. Los niños ya no juegan con cometas.

Caminos divergentes

Se puso el tanga de leopardo y salió a comerse la noche. Se perdió por las callejuelas del centro arrimando cebolleta a las posaderas de las guiris borrachas en los bares más apestosos de la gran ciudad. Se bebió todo tipo de brebajes. Se empachó de hielos y bebidas chispeantes en busca de la inhibición de su vergüenza. Se infló los pulmones con el humo de los cigarrillos rubios y de los cigars enriquecidos en vitamina C. Se inflamó las neuronas con yeso adquirido en bolsitas de a sesenta el gramo. Se notaba a metros de distancia el bulto dentro de su bragueta deseando salir a pasear.
Cuando yo me lo encontré, estaba dando botes al son de Bisbal, o Bustamante, o cualquier otro artista enlatado en medio de un grupo de jamonas comebolsas deseando chupar un prepucio a cambio de unos tiros de escayola nasal.
Llevaba bastante tiempo sin verle, es cierto, pero un amigo de la infancia es un amigo de la infancia con todas las letras en mayúscula. Yo volvía a casa con el puntillo. Había dejado a la parienta cuidando al nene. No quería llegar tarde. Pero tampoco podía dejarle allí haciendo el mandril. O al menos eso pensaba yo.

Saqué al saco de mierda de aquel garito (El Barticano me parece que se llamaba) con la intención de llevarle a tomar un café despejante.

-Estás hecho un piltrafa. No has cambiado nada- le dije mientras estiraba de su brazo.
-¿Para que hacerlo?- Fue lo único entendible que dijo en su jerga de topedo mientras intentaba zafar su muñeca de mi llave de judoka experto para volver a entrar dentro del bar.-Estaba a punto de hacerme a la pelirroja- añadió con los ojos entornados.
-Anda. No seas capullo; se estaban riendo de - alguien tenía que hacer de padre.
-¿Y tú que quieres?, ¿un tiro?, ¿una copa?, o ¿tienes complejo de ONG?- parecía estar volviendo en si, toda vez alejado de la música, los chochitos y las copas.
-No te pongas tonto conmigo- dije mientras le soltaba el agarre- Por mi como si te dan por culo. ¡Ven! te invito a un café.
-¡Qué te den tío! Hoy mojo si o si.- dijo mirándome a los ojos con las luces largas.
-¿Cuántos años tienes, colega?-
No contesto. Se perdió entre la gente de camino hacía la cueva de dónde le saqué. Yo me fuí a casa.

A las siete de la mañana del día siguiente el cachorro nos despertó con puntualidad inglesa reclamando su dosis de leche. La parienta me despertó para que preparara el desayuno mientras ella se duchaba y se arreglaba para ir a trabajar.
Me quedé solo con el chinorri. Viendo los dibujos.
Al rato sonó el timbre. Me levanté con toda la pereza del mundo sobre mis ojos a abrir la puerta.
Y Ahí estaba tambaleándose y con una pelirroja subiendo a gatas las escaleras.

-Sólo eres un mes mayor que yo- dijo antes de echar la primera papilla en el descansillo.
Preparé café y la restform en el cuarto de la plancha.
-Nunca desperdicies una invitación- me dijo mientras me daba los buenos días en un abrazo y se iba a la cama en tanga.

El hombre que no sabía que no se equivocaba

Ahora se me presenta la ocasión de hacerme rico. Ahora y no antes cuando la busqué. Justo ahora. Cuando ya no me enfundo el pasamontañas a juego con mi recortada, ni tengo a mi cargo una banda de secuaces con sus caras embutidas en medias o con caretas de ex-presidentes estadounidenses o de personajes Disney (como aquella vez en el ibercaja de Sanchinarro). Ahora, después de haber pasado por el infierno terrenal de la cárcel de Alcalá-Meco. Módulo 9. Compañero de celda sexópata. Tres años para reinsentarme en la sociedad. La consumación de la reinserción social es más el encalamiento psicológico del miedo a las duchas, los pinchos del patio, los ajustes de cuentas y de la propia nulidad frente al resto de reclusos que la certeza de una mejor vida en libertad.

Ahora va mi tía abuela por parte de madre y muere. Muere dejando una herencia multimillonaria a sus únicos tres descendientes (entre los que me encuentro). El caso es que no había visto a esa mujer en mi vida así que en su entierro no puedo llorar ni hablar de las bondades de la buena mujer en vida. Es más, dada mi antisocialidad adquirida en mis años de infante agitanado en las calles de un barrio periférico, me gustaría poder ir borracho como una cuba e invitar a todos los conocidos de la vieja a una barra libre descomunal en el único bar de su pueblo perdido en la ribera del Ebro. Pero ahora. Ahora ya no soy así. Ahora soy una persona de provecho para la sociedad. Me levanto temprano (antes de que salga el sol), me enfundo mi traje de corte italiano, me engomino el pelo, cojo el autobús, me tiro todo el día haciendo el gilipollas en una oficina más hermética que la cárcel, vuelvo a casa, me fumo un porro nostálgico, me duermo y vuelta a empezar. Ahora soy alguien. Ahora no robo ni mato ni asusto a las viejecitas ni a los niños ni a mi mismo. Ahora soy lo que se esperaba de mi desde un principio. Un cero a la izquierda en lo referente a capacidad económica y un número muy importante en lo referente a consumismo obligatorio.


Ahora debería ir a firmar, con el resto de familiares agraciados, la transferencia de dinero (que hará aumentar mi cuenta bancaria de manera descomunal) y, de bienes inmuebeles (que hará que hacienda me deje más chupado que el pito de Nacho Vidal en la próxima declaración de la renta). En la notaría. Todos con semblante serio y la billetera vacía más grande que hemos podido encontrar en los chinos.
Pero la cuestión es que, ahora, no puedo. No puede ser que después de una vida dedicada al hurto, a la extorsión, al estraperlo, a ser el más malo del barrio y parte del extranjero, a conducir los deportivos de incautos futbolistas sin demasiadas medidas de seguridad en sus casas, a montar un laboratorio para cortar todo tipo de mandanga en cualquier local sin dueño, a ser un buscavidas, no puede ser que ahora mi oportunidad para entrar en el selecto club de los más-de-seis-ceros-en-mi-cuenta-corriente sea así. Sin un subidón de adrenalina previo a la calma del inventario de billetes, joyas, electrodomésticos, ropa de marca, coches y camiones, polvos del demonio y otros botines de diferente índole en la casa de cualquiera del resto de golfos apandadores.

Ahora me viene a la cabeza mi padre. Ahora mi padre recogiéndome en el colegio con su mono azul repleto de grasa negra "Estudiar es de bobos, no conozco a nadie que se haya hecho rico sin hacer antes algo ilegal". Todos los días decía lo mismo cuando me subía a hombros de vuelta a casa. Llenándome los pantalones de unto negro como sus uñas. "¿Qué tal las notas?". Solía decir después mientras íbamos al bar de su cuadrilla. Toda la tarde apostando al mus. Ahora, por una vez, tengo que quitarle la razón. Una firma me separa del éxito capitalista, hacerse rico a costa del esfuerzo de otros.
Ahora me doy cuenta de que en otro momento, sin antecedentes penales quiero decir, nos habríamos encargado de hacer desaparecer a estos dos extraños que se dicen mi familia. Pero ahora ya no soy así. No lo soy.

Ahora el notario me acerca su pluma Mont-blanc para que entre en el mundo de verdad. La llave a mi ascenso social tiene el mismo color que la grasa del mono de mi padre. Ahora me veo en unos años. Más arrugado. Más gordo. Más rico. Más gilipollas. Más rodeado de chupópteros esperando mi muerte. Más aburrido. Más falto de emociones, de saber si llegaré a fin de mes, de si seré capaz de quitárselo todo a mi jefe, de violar a su hija, de notar mi corazón salirse del pecho, de los sofocones al dar esquinazo a un madero, de la jodida reinserción social.

"Creo que paso de firmar" Ahora el notario me mira con cara de huevo frito. Mis familiares, como si se acabaran de tomar un ácido lisérgico.

Ahora estoy sentado en el bar con mi cuadrilla. Ahora ya no esperan nada de mi. Ahora ya no soy así. Ahora bebo cerveza y me como unas patatas ali-oli.
"Órdago a grande" me dicen. Ahora me río y respondo "Y tres más".

Chimenea glaciar

Entraron en la cabaña y lo primero que hizo él, antes de quitarse los calcetines empapados, los guantes, la bufanda y el gorrito de pololo, fue encender la chimenea. Más bien, intentar encender la chimenea. La madera estaba húmeda; a saber cuánto tiempo llevaba cubierta por la espesa nieve alpina. Los fósforos no duraban lo suficiente como para acercarlos a la chimenea, no había gran cantidad de gasolina y la poca yesca que había en la casa se reducía a un par de hojas de periódicos retrasados
El aliento se le escarchaba en las gafas. Se estaba más calentito en la nieve que dentro de la cabaña y hasta que no lograra hacer lumbre en la chimenea seguiría así.

Ella, por su parte, se recostó en el sofá adiamantado como si fuera un diván y ella, una reina.
-¿Me sirves un Coñac?-se arropaba con una manta- Si tengo que confiar en tu maña para que la casa se caliente...-Sonrió con picardía.
- Blanca, cariño, ¿por qué no dejas de tocarme la narices?- se quitó con sumo cuidado uno de los guantes y se masajeó las sienes con los dedos como carámbanos - ¡En qué hora vinimos aquí a pasar las vacaciones! Odio el frió y lo sabes.
-Mira que eres picajoso ¿hay algo más romántico que una cabaña perdida en la montaña, con riesgo de incomunicación, repleta de víveres y habitada por una pareja de enamorados?-dijo ella mientras se dirigía a paso de pingüino al mueble bar- ¿Qué quieres? Tontín.
-Entrar en calor. Bueno y un bourbon- dijo él mientras amontonaba en el interior de la chimenea unas cuantas virutas de leña que había conseguido raspando la húmeda corteza de un tarugo-Déjame un mechero.

Ella se acercó a la orilla de la chimenea y dejó el vaso de bourbon sobre el revellín. Le quitó a él el gorro y le enredó el pelo con las manos. En un principio él se sintió a gusto con el crepitar de sus pelos escarchados contra su cuero cabelludo. Pero al poco, y ante la impaciencia de no conseguir ni una chispa del ansiado fuego reconfortante, apartó las glaciares manos de su cabeza con un seco movimiento de cuello. Dejó de sentir los dedos de los pies en ese instante y decidió que mejor quitarse los calcetines.

-Los dedos de los pies son lo primero que se congela (y lo primero que te amputan) en situaciones como esta- dijo mientras se frotaba los guantes contra los pies, haciendo que la fricción les hiciera coger algo de temperatura.
-Qué exagerado eres. Tampoco hace tanto frío, además tenemos vino suficiente como para entrar en calor sin que tengas que hacer fuego- Se quitó el plumas y se lo puso a él por encima de los hombros- Venga friolero anímate.
- Podemos ponernos ciegos de vino sin más y mañana despertarnos congelados y con una resaca de campeonato.- Cerró los ojos y meneó la cabeza en señal de negación- Deberíamos haber ido a un resort de las canarias. A gastos pagados. Más barato. Más caluroso...
-Tampoco te gusta la playa cariño. Demasiado calurosa.- Acababa de apurar la copa de coñac y abría una botella de vino- Disfruta de las vacaciones. Desconecta de cualquier obligación. Disfruta del frío. Mañana compraremos una manta eléctrica. Todo tiene solución.

Él no respondió tragó el último dedo de bourbon y estiró las piernas apartándose de la inoperante chimenea.
Recordó cuando de pequeño se iba de campamento con el colegio- Lo mejor para no tener frío por las mañanas es dormir desnudos dentro del saco- Solían decir los monitores. Se acercó al dormitorio. El día había sido largo y desde que aterrizaron no había dejado de nevar. No pensaba irse a la cama hasta tener un buen fuego. El edredón nórdico del dormitorio le trajo a la cabeza la necesidad de una buena siesta. Pero ni de coña se tumbaría sin antes ver una llama. La mesita del dormitorio era de Ikea, de madera seca y desmontable. Quitó la lampara de encima de ella y se la llevo a la chimenea.

Ella tenía, ya, la botella mediada. -¿Dónde vas con la mesa?-
- Voy a hacer un fuego- Se llenó una copa de vino- Por mis cojones que esta noche vamos a asarnos.
- Estas fatal- se quitó toda la ropa- Te espero bajo el edredón. Cabezón.- Sus pezones se pusieron duros al contacto con la gélida atmósfera. La piel de gallina. Sus dientes castañeaban. Corrió hacía el cuarto esperando que él fuera detrás como hubiera hecho unos años atrás.
Él se quedó desmontando la mesa y echando las patas y los tableros y los cajones a la chimenea. Roció el interior con gasolina y acercó el mechero.
Al rato se quedó dormido viendo duendecillos salir de la chimenea.

Autorretrato

¿Dónde vas con esas patillas?. Si, tío, no me mires así. Las patillas pasaron de moda. Las patillas ya no se llevan. No quedan bien. Vale que si, que tienes la cara alargada como Loquillo, Elvis y las demás momias del Rock. Pero, tío, esa peña esta muerta, enterrada y comida por los gusanos. ¿Eres una especie de momia tú también?.
Te crees que aún eres un chavalín. Como en tus tiempos de adolescente tardío cuando empezaste a fumar porros y a beber calimocho en el parque del instituto. Cuando creías en la amistad. Cuando el futuro era sólo una imagen de invasores alienigenas comeratas, una casa enorme llena de ordenadores de disquete y tías en bikini bañándose en la piscina del jardín de atrás al amparo de la fiesta continua que ofrecía el anfitrión; un anfitrión que ponía la música a todo volumén, invitaba a cerveza a los colegas y, de vez en cuando, iba a atusarse sus patillas de algodón negro al baño del dormitorio principal.
El problema es que ya no eres aquel chaval. No. Estás muy equivocado. Lo sabes tan bien como yo. Patilludo. No me mires con esos ojos. Esos ojos de niño no lo son tanto cuando están escudados por esas patillas y ese ¿tupé?. Tío, eres la viva imagen de un carcamal: patillas y tupé. El tupé no llego a estar de moda si quiera. Y el tuyo, tío, el tuyo es patético. Debajo de tu tupé hay una calva en ciernes desde hace años. Lo sabes. Ya te digo si lo sabes. Aún hoy, a veces, te lo engominas y sales a la calle en plan giggolo como en tu época universitaria cuando contabas los amigos con los de dedos de ambas manos. Cuando el futuro parecía estaba construyéndose con billetes verdes de mil pesetas en laboratorios de química orgánica etéreos con vistas a un despacho en la Quinta Avenida de Manhattan y un alambique que te haría volar más allá de ti mismo.
Tú lo sabes mejor que yo, no sé por qué me molesto en darte la chapa. Al final va a ser que me importas. Con tus patillas y todo. Aunque has de reconocer que hasta tú pasas ya del tupé. Reconoce que, las más de las veces, dejas que el flequillo caiga sobre tu amplia frente y, así, tape tu alopecia. Te ríes, mamonazo ¿eh?, sabes que no miento.

Y cuando me miras con esos ojos de cansado. Con esos ojos sin color definido, entre verde y marrón, tío, no haces más que darme la razón. Te quedas en el pasado o lo dejas a medias todo (incluso el color de tus ojos). No sé. Das a entender que estas cansado de mirar. Haz algo ¿no?.
Haz algo como cuando mandaste a la gente que te rodeaba, a los que llamabas amigos, a la mierda y te quedaste con los amigos de verdad (aunque los contaras con dos dedos). Haz algo, colega, como cuando después de ir de una entrevista a otra en el metro infestado de acorbatados y cansado de escuchar -Ya te llamaremos- mientras miraban tus enormes patillas decidiste meterte en una oficina a descolgar el teléfono a razón de tres veces por minuto. Sueldo seguro ¿no?. ¡A la mierda la utopía!. Mileurismo criminal y letras del coche deportivo a pagar hasta los treinta y tres. ¡Claro que si!, ¡La edad de Cristo!. ¿Sabes que te digo?. Claro que lo sabes. Si ese mamón melenudo se hizo tan famoso con los panes y los peces y ayunando cuarenta días en el desierto (por cierto que para ser melenudo hay que tener pasta); ¿qué no vas a hacer tú? que para llegar a fin de mes tienes que creer que comes todos los días pan y de pescado ni hablamos. ¿Qué no vas a hacer tú? que para no ayunar durante más de seis meses (los que hay entre paga extra y paga extra) tienes que ir a hacer la compra a casa de tus padres. No sé colega. ¿Sabes?. No te quites las patillas. Aún te queda mucho por hacer. Y ¿sabes? deberías de dejar de mirarte al espejo mientras te afeitas porque se te esta haciendo tarde y como llegues tarde a trabajar otra vez te van a despedir y como te despidan para pagar la hipoteca vas a tener que rehipotecar tus patillas.

Fotografía de familia

Justo antes de morir Padre, Madre, quiso que todos nos hiciéramos una foto de familia. No es que Padre tuviera una enfermedad larga (murió en un accidente de trafico completamente borracho) es más que Madre tenía un sexto sentido o algo así.
Nos vistió a todos, los cinco hermanos, con el traje de los domingos. Nos llevó a la tienda de fotografía de la calle principal. Todos posamos con la vergüenza de los antifotogénicos que quedó plasmada en una fotografía llena de sonrisas forzadas y ojos rojos semientornados.

Pues bien al día siguiente, Padre, tuvo el accidente con las venas cargadas de ginebra y su cerebro empanado en alcohol no fue capaz de pisar el freno. Adiós Padre.

Madre sonrió por primera vez, después del funeral, cuando fue a recoger la fotografía. Todos pensamos que había perdido la cabeza. La fotografía era un desastre. Todos los hermanos salíamos borrosos y en segundo plano como si no perteneciéramos a ella. En el medio de la fotografía Padre y Madre (agarrados de la mano) y un borrón blanquecino con forma humana justo detrás del hombro derecho de Padre. Este ente nos ponía a todos los pelos de gallina. Madre parecía no verlo. Se pasaba las horas muertas mirando la fotografía, que puso presidiendo la mesa del salón. Hablaba con Padre continuamente, no salía de casa ni para comprar el pan, nos abandonó en vida pues no se dirigía a nosotros directamente nunca. Sólo hablaba con la fotografía. Después de la muerte de Padre y la recogida de la fotografía lo único que salió de su boca dirigido a nosotros fue: - Nadie, en esta familia, volverá a hacerse una fotografía-

Un año más tarde tuve que mudarme a la capital para terminar mis estudios. Cuando cogí el autobús de La sepulvedana vi a Madre, que había salido de casa, consumida, huesuda, cerea y encogida en sus recuerdos. Sacaba un pañuelo y se secaba las pocas lágrimas que brotaban de sus ojos que, seguro, sólo veían la fotografía. Ésta había degenerado, puede que por el desgaste de la mirada de Madre, en un dibujo difuminado de todos nosotros en el cada vez se veía más al ente y las manos de Padre y Madre. Mis hermanos, a sabiendas de que el futuro de la familia dependía, en gran parte, de mi prometieron cuidar de Madre y hacer desaparecer la Fotografía lo antes posible a fin de que Madre volviera su ser lo antes posible. No fue así.

Los años en la facultad se sucedieron entre clases teóricas, prácticas, disecciones, morges, septiembres apurados, becas por los pelos y cartas a Madre. Periódicas. Solía contarle, todo por curarla de la pérdida, que el Colegio de médicos estaba lleno de fotografías, bien hechas, de promociones, ya licenciadas, en algunas de ellas salía Ramón y Cajal (como decano del colegio). Le relataba cómo me gustaba mirar aquellas fotografías sin imperfecciones, con personajes ilustres, sin color ni borrones, con afán de historia desde el click de la cámara. Ella nunca contestaba.
Cada vez que volvía a casa, en navidades y semana santa, veía a Madre menos definida, menos presente, menos viva en fin. Por su parte, la fotografía (que seguía presidiendo la mesa del salón pese a la promesa de mis hermanos) estaba, cada vez, mas nítida en las manos de Padre y Madre y en el ente que se parecía cada vez más a la pálida dama portando su guadaña.

Llego el día, varios años después, en que iba a licenciarme y Madre salió de casa por segunda vez desde el maldito deceso. Vino a la capital justo el día en que estaba programada mi orla.

-No debes salir en esa fotografía- sus ojos traspasaban mi cuerpo y parecían mirar más allá de todo lo real.
-Debo hacerlo Madre. Es el día.- abracé su cuerpecito huesudo.
-Debo hacerlo yo, Hijo. Quiero acabar con esto.- palabra de Madre. No quité mano.

Cedí mi puesto en la orla a Madre. Por primera vez en más de cien años de historia del Colegio de médicos ese año hubo que repetir la Fotografía varias veces. Salía movida. Cada vez Madre ocupaba mi lugar.
A cada repetición la sonrisa de Madre se hacía más grande y tambien cada abrazo que la daba más carnoso y sentido. Finalmente desistieron de más repeticiones.

Madre murió con una sonrisa en la cara. Al poco fuí a recoger la orla. Lo único que se definía en ella era a Madre de la mano de un borron humanoide que preside la mesa de mi salón.

Si quieren joder. ¿Jodamos?.

Decidí, en ese instante, que me iba a cagar en la puta madre de cualquiera que se metiera en mi vida sin permiso y con ánimo de lucro. Es curioso que fuera justo en el momento en que, después de unos años catastróficos e irrelevantes desde el punto de vista amoroso, hubiera vuelto a tener un poco de Fe en ese sentimiento dañino, oscuro, sin sentido e imposible que es el amor.
Pero teniendo en cuenta la cantidad de gente que había echo correr rumores, injurias y calumnias sobre mi (sin ningún tipo de fundamento o conocimiento), no me quedaba otra. Si no puedes vencerlos, únete a ellos que son pocos y cobardes pero tocan las pelotas de mala manera.

Supongo que igual era por mi acento barriobajero, o mi forma de fumar a lo Humphrey Bogart, mis coñas brutas que, habitualmente, sólo me hacían gracia a mi mismo (¿para qué más?), ¿mi forma de vestir?, ¿mi manía de no afeitarme más de una vez al mes?. No.No. Fijo que era esa otra manía de no meterme en la vida de nadie. Joder. Me toca los huevos lo que fuera. El caso es que la fama que tenía no se correspondía ni lo más mínimo a mi verdadero Yo. Decían que era un chulo, un mujeriego, un yonki, un vivalavirgen, un infiel, un lobo con piel de cordero. Lo peor de lo peor. Más malo que un cáncer testicular. Más evitable que una pareja sifilítica. Menos recomendable que un restaurante chino al lado de una perrera. Un jodido desconocido, en fin, del que más vale hablar mal que dejarle a su jodida tostada mental.

Pues en aquel instante. Reventé. Después de una semana maravillosa. Sin gentuza pululando a mi alrededor.
Unas semanas antes me veía bien de nuevo. Con ganas de salir y conocer a alguien. No a alguien cualquiera. A Ella. Con sus ojos de caoba que se salen del blanco del, izquierdo. Su preciosa boca sonriente con su diente autista en la mandíbula de abajo. Sus andares culeros. Su estilo amaral con su toque punki personal. Su mirada tras la cortina de sus pelos. Las manos de negrita con sus lineas perfectamente marcadas.
La cuestión es que una vez me vi animado y en forma. Intenté por todos los medios a mi alcance conseguir su teléfono y quedar con Ella. Después de todo no nos conocíamos lo suficiente como para que alguna vez hubiera escuchado nada malo sobre mi. Y mejor conocerme en persona que por habladurías.

-¿Te apetece quedar un día de estos?- lo dejé caer como si nada.
-Mañana no tengo nada que hacer- respondió con una seguridad que intimidaba.

Y quedamos. Y yo tenía miedo. Sólo al principio. Y después nos dejamos llevar. Y fue la hostia en verso. Y pasé con Ella los mejores días de mis últimos años. Y ella decía algo parecido. Incluso lo mismo.
Amor, amor, amor. ¿Amores hay muchos no?. Solía preguntarme a mi mismo a todas horas durante esa semana. Cuando ella se daba la vuelta en la cama y yo la tocaba suavemente su preciosa espalda de seda oscura y empezaba a emitir un hipnótico y extremadamente dulce ronquidito que me llevaba al parnaso. Si, si que hay muchos, pero como el de Ella ninguno.

Como era de esperar teniendo conocidos comunes. En todo caso amigos de ella y en algún que otro antiguos, mios. La comidilla empezó a correr como una puta detrás de un ricachón en un Ferrari. Y, bueno, al poco comenzaron las mentiras sobre mi. No me enteré de ni una de ellas. Que decían que era un cerdo aprovechado. Que decían que sólo quería llamar la atención. Que decían mierda con sabor a palabras. ¡Basta ya!. ¿Qué pensaba yo?. ¿A quién coño le importaba?. Siempre la misma historia y el mismo final.

Así que decidí cagarme dentro de las bocas injuriosas y mearme en las cuencas de sus ojos y vomitarles en sus caras goebbelianas. Y a ello iba ese día que reventé. Sin dudarlo. Sin un sólo temblor de manos psicópatas. ¿Queréis joderme?. Moriré matando pensaba mi ira por mi.

Y justo cuando iba a empezar la masacre. Apareció Ella. Y me dio un beso lenguoso y atachuelado. Y pensé - ¡Qué se jodan!- y Ella dijo- ¿Te adopto?.
Y bueno esa bocas llenas de veneno se callaron para siempre. O eso pareció.

Aunque ahora mismo me da igual. Todas las noches duermo desnudo junto a Ella. Y cuando me despierto sigue ahí con su sonrisa de muñeca. Y mi conciencia tranquila como Ella decía que era y más tarde demostró. Y llenamos la nevera. Y desintoxicamos nuestro hígados con cerveza del simago. Y no podíamos dejar de mirarnos. Qué hijos de puta somos. Si, a veces, lo pienso.

¡Hasta nunca!

La primera vez que la vi, y de esto hace ya bastante, me quedé atontado con su mirada a lo Brigitte Bardot con esos ojos oscuros flanqueados por maquillaje más oscuro aún, su risa sempiterna y sus andares chulescos y fuertes. Pasó a mi lado y mi cuello se torcía poco a poco, siguiendo cada uno de sus pasos. Cuando me quise dar cuenta tenia la nuca donde debería estar mi cara que seguía, entonces, el movimiento acompasado de sus nalgas embutidas en una minifalda vaquera. Lo curioso es que no me dolía. La visión me anestesiaba los músculos.

Pasaron unos cuantos días hasta que coincidimos de nuevo. Estábamos sentados bastante cerca en un bar de jazz. Y entonces descubrí su boca y su lengua. Esa apetitosa lengua que sólo se dejaba ver cuando abría su preciosa boca de almendra. Un par de dientes minimamente separados. Y cuando me habló (por fin) yo ya estaba enamorado de ella. Aunque hacía tantísimo tiempo que había dejado de creer en el amor que lo único que hice fue reírle las gracias. Y la verdad es que hizo unas cuantas la jodia. Me lo pasé bien, todo hay que decirlo.

Al poco empezamos a quedar. Borracheras. Cines. Restaurantes. Drogas duras y para dormir, blandas. Más borracheras. Y muchas, muchas risas. Al día siguiente siempre teníamos, aún, agujetas en la tripa y aún así no podíamos parar de reírnos. Poco contaba de su vida, practicamente nada. Pero me daba igual. Era divertido. Eso es lo importante ¿no?. No sé, eso decía ella. Su lema Carpe diem. En mi opinión poco adecuado (la rosa de su juventud había empezado ya a marchitarse). Pero lo que ella dijese era palabra de Dios. Amen.

Creí estar enamorado, creí que me quería. Incluso llegue a saber que yo a ella, si. Como un ciervo en celo gritaba a los cuatro vientos mi amor por ella. La gente me miraba extrañada. Pero me daba igual. La quería. Ella entre borrachera, resaca y alguna que otra humillación busco piso por internet y nos vimos viviendo en un cuchitril del centro. No habían pasado ni dos meses desde que la conocí. Pero creí que mi vida había llegado a su cima. La quería. La amaba. La necesitaba a mi lado.

Sabía que no era correspondido, ya te digo si lo sabía, cualquiera que nos conociera lo sabía. Pero me daba igual que ella negara lo nuestro, me importaba un comino que me insultara, me daban más ganas de luchar por lo nuestro cada vez que me amenazaba con irse con otros (solo ella sabe si lo hizo).

Supuse que era normal que hablara mal de mi a sus amigas. Yo qué sé a Bibi, por ejemplo, la solía decir lo mal que me comportaba con ella y Bibi, aun sin conocerme, me ponía verde oscuro a mis espaldas, entonces ya estaba seguro de que si nos encontrábamos por la calle no sería capaz de reconocer mi cara pero cuando tuve que ir a su casa a poner un cerrojo de dos martillazos (no fuera ella a romperse las uñas) acudí con mi mono de faena y todas mis escasas, por no decir nulas, aptitudes para el bricolaje. Todo por mi Dulcinea de Chamberí. Por demostrar que mi vida era suya, que yo era suyo, que era su esclavo, su padre, su caballero andante capaz de perecer en cualquier batalla o humillarme de rodillas ante cualquier siervo leproso con tal de que ella me lanzara una sola mirada de amor. Amor compasivo. Amor fugaz. Amor, coño, amor.

Pero ni amor, ni hostias en vinagre. De ella no salía nada. Por más que le regalara una flor diferente cada día(un jardín para mi hada), la dejara notas de amor en la almohada cuando yo me iba a trabajar y ella aun roncaba burbujas de vodka, recogiera la casa antes de irme dejando su cojín del sofá mullido y sin restos de tabaco, hubiera comprado el pan y hecho la comida y hubiera dejado preparada la cena y al camello avisado de que iría a hacerle una visita a eso de las seis de la tarde. Todo daba igual. Pensé en ponerla una estatua en la plaza de cascorro pero es que mi esquilmada economía no me hubiera permitido hacerla ni de plastelina.

En esta situación me encontraba: el veneno de su indiferencia corría por mis venas y un enorme tumor crecía en mi sistema amatorio. Sé que tuve que poner fin mucho antes de lo que ella lo hizo pero necesitaba más de esa mierda. Más ponzoña para que mi cerebro se autofustigara echándose la culpa de todo (¿qué todo?). Era adicto a ella. A su mandanga mal cortada. Intenté dejarlo varías veces pero siempre volvía a caer, amistades comunes, lugares habituales, vicios compartidos y esa jodida mirada que me volvía más loco que una drag queen el día del orgullo.

La última vez que la vi era miércoles. Un miércoles soleado y de libranza. El perfecto miércoles en que, en mi anterior vida, habría dado un gran paseo por el retiro antes de irme de cañas por lavapiés y terminar borracho como una cuba con cualquier fresquilla que se ofreciera a compartir catre conmigo. Pero aquel miércoles de los infiernos bajé a por el pan y El Jueves esperando una tarde "en familia" haciendo recaditos para mi amargo amorcito -!tráeme unas natillas!, ¡Baja a por chuches!, ¡Vete a la habitación, déjame sola un rato!, ¡Hazme un masaje en los pies!, ¡Pon una peli!, ¡Liame un canuto!. Joder eran las tres de la tarde y tenía un cansancio digno de una rave. Y aún me quedaba otro día de tortura. Y la tarde. Y la noche. Y ya quería cagarme en Dios.

Ella se quedo dormida después de comer. La casa desprendía un magnifico olor a sueño que me llevo a planchar un poco la orejilla en mi sofá, ya que ella no quiso que me tumbara con ella. Pese a no esta abrazado a ella los diez minutos que duró la pestañica fueron muy reparadores. Me despertó la melodía de su móvil. A ella también. Cogió el teléfono mientras se quitaba las legañas y se fue al baño a hablar. Aún no sé quién la llamó, alguno de sus amigos internautas de las múltiples páginas de contactos a las que era ciberadicta.

-Me voy. Tengo que hacer unas cosas- soltó nada más colgar mientras se vestía y se atusaba.

-¿A dónde?- ingenuo de mi.

-A ti que te importa- Y soltó su maliciosa sonrisilla de putilla en celo que me sacaba de quicio.- Jijiji-

-Pierdes tú. No yo.-esto sólo me lo dije a mi mismo.

Cogió la puerta y se piró. Supuse que me iba a costar más. Pero no sé, igual había llegado ya al límite de mis fuerzas, o, igual, me daba por vencido, puede, incluso, que hiciera tiempo que ya no quisiera más basura en el cubo de la ropa sucia. Puede que la hubiera dejado de querer hacía ya. ¿A la primera?. Igual nunca la quise y sólo necesitaba sentirme querido por ella. No tengo ni idea. El caso es que me dormí sin problema. Me desperté a eso de las ocho de la noche. Sólo. En el salón de la despedida.

La llame pero su móvil estaba apagado. Siempre hacía lo mismo. Huir. Huir. Huir.

La mandé un mensaje: "asta nunk".

Aquella noche de miércoles hice mi petate. Dejé las llaves encima de la mesa y me fui a dormir a casa de unos amigos. Los mismos amigos que había dejado de ver desde que me quede prendado de aquellos ojos. Tan oscuros como faltos de humanidad. De vez en cuando recibo una llamada suya. Supongo que no tiene otro plan y dejo el móvil en silencio. La última vez que hable con ella, si es que a sus rebuznos se les puede encontrar algún sentido de la comunicación, lo único que repetía es que era un cobarde.