Pájaros en la cabeza

Después de mucho insistir, de muchos meses rogando a mis padres que me llevaran, de consejos escolares pidiendo, hasta de rodillas, una excursión al zoo. Conseguí que mis padres me llevaran, una tarde de mucho calor a la casa de campo. A ver a los leones medio dormidos y a los pingüinos ponerse morenos al sol de la meseta.

En aquel entonces, quiero decir cuando aún ponían dibujos animados después de comer y no tenía el cuerpo lleno de pelos, siempre soñaba con tener un halcón. Ser un cetrero como los que salían en las películas ambientadas en la Edad media. Soñaba con salir con el resto de nobles a cazar, con mi halcón, perdices, palomas, conejos y liebres. Saldría del castillo con mis mejores galas, mi capa de terciopelo color burdeos, mis botas de piel recién untadas de betún y mi guante de cetrero. Encima de él, atado, mi halcón majestuoso, altivo, el más sanguinario de todos los halcones de Castilla. Una vez en campo abierto le desataría del guante con cuidado de no dañarle sus garras y le daría de comer un despojo de pollo. Le quitaría muy despacio, para que su increíble vista se ajustara a la luz, la caperuza y avistaría su presa. A un pequeño impulso de mi hombro, el halcón, dejaría mi brazo para surcar el viento y ¡¡Zas!!. Otra presa para su amo.

Tenía entonces, y ahora sigo teniéndolos, grandes problemas para cumplir mi sueño. El primero, la negativa de mis padres a que entrara en casa cualquier animal -Ya tenemos bastante con vosotros- al fin y al cabo sería una boca más que alimentar por mucho que yo me empeñara en intentar convencerles de que un halcón se buscaría la comida él solo -Estudia, hijo, y cuando seas mayor te podrás comprar un halcón, un águila o un oso polar. Lo que quieras-. El segundo, no tenía ni la menor idea de dónde se podía conseguir un halcón pues siempre podría criarlo en la copa de un árbol del parque y tenerlo escondido hasta que viviera sólo en el bosque de Sherwood y comiera lo que me cazara mi querido pajarito; normalmente cuando algún vecino tenía una camada de gatos o perros solían ofrecerlos a los demás e ibas a la panadería y te decía el panadero -¿No querrás un perrito?- y no, no quería un perrito ni un gatito ni un periquito. Quería un halcón y no conocía a nadie que pudiera tener una camada de halcones. El tercero, y posiblemente el más importante, en los ochenta los nobles no salían en cacerías públicas y el arte de la cetrería estaba en franco decline, por no decir que estaba acabado.

Estudiaba libros de aves rapaces con mucha más frecuencia que los, de matemáticas o ciencias sociales. Era, por entonces, capaz de distinguir el vuelo de un alcotán oriental de el, de un cernícalo de patas rojas; el vuelo empicado a casi trescientos kilómetros por hora de un halcón peregrino de el, de un buitre leonado. Sabía los nombre científicos, de esos con raíces latinas o griegas o fenicias que siempre están al lado del nombre común del animalillo, de mis rapaces favotitas. Falco peregrinus, Falco subnigers, Falco concolor. Sabía muchas cosas. Las, que había leido en la enciclopedia Espasa del salón y en Las aves rapaces: esas grandes desconocidas (libro que nunca devolví al bibliobús), también había visto todos los documentales de El hombre y la tierra y por reyes me había pedido, además del halcón, un ejemplar de El arte de la cetrería de Félix Rodríguez de la Fuente. En verdad que nunca había visto, más allá de fotos o pantallas, a ningún halcón o ave similar.

Así pues nada más entrar al zoo y justo después de hacernos la foto de familia en la entrada -Sonreíd niños- fui directo a las horas de los espectáculos pues no quería perderme por nada del mundo la exhibición de aves rapaces en el aviario. -Queda media hora, rápido, sólo medía hora.-
Llegamos al aviario y nos pusimos en primera fila. Mi padre bebía una cerveza y mi madre daba de comer a mi hermana pequeña. Sólo yo parecía entusiasmado.

Y llegó el momento. El locutor empezó a dar una explicación sobre hábitos, hábitats y demás chorradas, a oídos expertos, de todos y cada uno de los especímenes que iban a sobrevolar nuestras cabezas en breve. -No se muevan, podrían convertirse en presas a sus ojos- Hubo gente que se levantó y se fue. Y salió el cuidador. La primera ave era una lechuza con su capacidad de torcer el cuello ciento ochenta grados, no era muy grande, en el brazo del cuidador no parecía más grande que el loro de un pirata tuerto. Por supuesto su velocidad de caída era inmensamente más baja que la de cualquier halcón. Sobrevoló con total parsimonia como si esperara que le hicieran un book el aviario y llegó al otro extremo donde esperaba un cuidador con un trozo de carne. Esperaba con las ganas de una embarazada fuera de cuentas el momento en que saliera un halcón, de verle despegar sus patas del cuidador y lanzarse hacía arriba, sin ningún esfuerzo para divisar mejor el panorama de ataque, sentir el bufido de sus plumas en la caida sobre su presa a punto de romper la barrera del sonido y chis-chas una rata del aire menos, o un rantoncito o, incluso, un perrito de las praderas.
Y, casí al final, salió el mismo cuidador de todas las aves con una bolita de plumas en el brazo, pequeño y feo, sin lustre alguno en las plumas. -El Halcón peregrino. El ser vivo capaz de alcanzar las velocidades más altas. Letal de todas todas- La gente que quedaba en el aviario miraba, por primera vez, con los ojos como platos, anonadados, cualquier movimiento de la bestia. ¡Menuda bestia! a su lado el hamster de mi amigo Arturo era un Grizzlie. Un poco decepdionado, espere a que emprendiera el vuelo. Y lo hizo. Describió sobre el aviario la misma trayectoria que las anteriores aves con las alas abiertas esperando fotografías, planeando como una simple golondrina comiendo insectos en el cielo veraniego o una gaviota ruidosa esperando el proximo barco cargado de peces, se poso con cuidado en el brazo del cuidador del otro extremo y engulló como si no fuera el ave más letal sobre la faz de la tierra y bajo las inexistentes nubes el trocito de carne que le ofrecía éste.

Y se acabó el espectáculo -¿Nos vamos?-Pero, hijo, aún no hemos visto a los tigres ni a los elefantes- Me da igual.-

Llegamos a la salida, a la tienda de animales de peluche. -Mira, hijo, el halcón que querías para Reyes-Dijo mi padre dándome un peluche en forma de halcón. Lo miré. Parecía más feroz que el real. Más peligroso, capaz de clavarte sus garras de peluche por un cachito de carne cruda.
-Na, ya veré que les pido este año.

No hay comentarios:

Publicar un comentario