Oasis

Sudaba hasta por los poros de las pestañas -recordaba Ismail- llevaba ya unos días vagando por el desierto. Mi hijo había perdido su cometa favorita y fui en su busca. Seguía su rastro serpentino por las dunas. El viento, siempre el viento, la arrastraba más allá. Más adentro del desierto. A veces, cuando creía que ya la tenía una ráfaga de viento caliente como un café recién servido la arrastraba, una vez más, a la siguiente duna e incluso, en otras ocasiones, más lejos todavía.

Pues como decía -continuaba Ismail- el sol en lo alto del cielo me estaba sacando cada gota de líquido del interior de mi cuerpo. Estaba agotado. Tenía calambres en las piernas, dolor de cabeza acompañado de palpitaciones en las sienes, la boca seca con un trozo de carne en salmuera haciendo de lengua, los ojos como uvas pasas. A cada paso la cometa se perdía un poco más en la arena infinita y yo, iba encorvándome un poco más llegando en algún momento a posar las manos en el suelo (movedizo y ardiente) para ayudar a mis piernas a seguir adelante.

Cuando ya estaba dispuesto a dar la vuelta y volver a casa con las manos vacías vi, de nuevo, la cometa. Estaba en un pequeño valle entre dos dunas donde el viento no entraba con facilidad suficiente como para llevársela de nuevo. Desde mi posición en lo alto de una montaña de arena no distinguía bien el suelo de ese valle sólo, los colores chillones de la cometa. En un último esfuerzo me dejé caer por la ladera de la duna en busca del valle y de la cometa. Ésta parecía hundirse en la arena como si de un charco profundo se tratara. Según iba cayendo al límite entre las dos dunas vi los destellos del sol en el fondo del valle. Me cegaban con sus brillos multicolores. Pude haberme frenado clavando pies y manos en la arena pero no lo hice. No sólo porque mi cuerpo no obedecía las órdenes de mi cerebro también porque de esos destellos multicolores emanaba una brisa más que reconfortante; era refrescante noté el sudor helarse en la superficie de piel; era hipnótica mis ojos (húmedos de nuevo) ya no veían la cometa de mi hijo, sólo los brillos sus colores su frescor; era magnética pues tiraba de mi hacía el fondo del valle que no era tal pues a medida que me acercaba me quedaba más claro que aquello era una suerte de líquido y cuando lo toqué me quedó aún más claro.


Si -continuó Ismail- aquello era líquido pero no un líquido como el agua (transparente y manejable a nado), era más bien una especie de engrudo. Líquido si. Extremadamente viscoso también. Caía hacía la profundidad desconocida. Era inútil intentar mantenerse a flote. Me hundía como si estuviera en una piscina de gelatina: lenta y dulcemente. Mis oídos, mi nariz y mi boca se llenaron de esta sustancia. Pudiera ser que se tratara del legendario flogisto de los alquimistas pero en ese momento poco me importaba. Además tenía sueño, mucho sueño. Caí en un sueño húmedo mientras bajaba a las profundidades de lo desconocido.

Cuando desperté estaba en una jaima. Tumbado en una cama. Apenas llevaba ropa. Una túnica finísima de algo parecido a la seda pero más suave, más fino era todo mi atuendo. Un ser luminoso, tan luminoso que no podía mirarlo directamente pues su brillo me cegaba, estaba a mi lado. Me toqué la cara, me acuerdo -incidió Ismail- porque me picaba, tenía una barba considerable.


-Esto debe ser suyo- la voz salía de la habitación, retumbaba como el eco en los alpes suizos. El ser atenuó su luz y me ofreció la cometa- ¿Qué es?. Me moría de ganas de preguntar qué era él pero me pareció descortés. Después de todo debía estar en su casa.
-Es una cometa- dije mientras me recostaba y me fijaba en sus facciones, facciones por decir algo pues sólo era luz. Luz que cambiaba de tonalidad e intensidad con los movimientos. Luz que emitía voz e incluso agarraba objetos como la cometa que mantenía sobre un apéndice anaranjado.
-¿Que es cometa?-aquella vez la voz parecía salir de mi propia cabeza.
-Un juguete. Vuela con el viento. -alargó el apéndice anaranjado y me tendió la cometa. El contacto de mis manos con su ser transmitía necesidad de contacto. ¿Con qué? no lo sé.
-Enséñeme- ordenó mientras señalaba con un nuevo apéndice una mesa llena de viandas - Pero, primero, coma y descanse.- Y se fue.

Así hice, comí pasteles, frutas y verduras de sabores y colores y olores indescriptibles. Dormí en una cama de aire con sabanas de hielo caliente. Olvidé, os aseguro que lo hice -recalcaba Ismail-, olvidé el paso del tiempo. Disfruté de un paisaje inexistente desde la puerta de la jaima, un paraje desértico, si, como el de la superficie; un aire limpio y perfumado de oxígeno, como ninguno en la superficie; un descanso continuado como debe ser la muerte pero estando vivo. En todo el tiempo que pasé allí, no sé precisar cuánto fue, jamás vi ningún otro ser como mi anfitrión que sólo aparecía de vez en cuando. No estaba, para nada, recluido. Sólo que no sabía subir. Además recordaba cuánto me había costado llegar hasta allí. A la cometa favorita de mi hijo. Por supuesto que echaba de menos a la familia pero cada día su recuerdo era más vago. Y digo días por decir algo pues allá abajo no había noche. Sólo día. En realidad allí sólo estuve un día, se podría decir.

-Ahora quiero que me enseñe cómo funciona esa cometa- dijo un día mi anfitrión por sorpresa.
-Debería repararla, creo que la cuerda esta un poco dañada-repuse.
-No sé que es cuerda pero usted sabrá- señalé el cordón que hacía dirigir la cometa y el ser luminoso hizo surgir de uno de sus múltiples apéndices coloreados una cuerda.-¿Esto valdrá?
-Creo que si-

Nos dirigimos fuera de la jaima e hice volar la cometa. Piruetas. Cabriolas. Tirabuzones. Las sombras que parecían ser los ojos de mi anfitrión parecían más grandes que nunca antes. Le ofrecí la cuerda. La agarró con dos apéndices verdes. La hizo volar. El ambiente se llenó de un ronroneo felino que provenía del interior de él. Rrrr, rrrrrr, rrrrr.
-Gracias- Dijo mientras me devolvía, de nuevo, las riendas de la cometa y soplaba, o eso parecía, hacía la cometa. Soplaba tanto que me hizo volar. Hacía el techo de suelo del desierto exterior. Traspasé la capa gelatinosa y aparecí de nuevo en del desierto.

Desanduve mis pasos -esto lo dijo Ismail con pesadumbre en los ojos- sin sentir ni gota de sudor correr por mi frente. Llegué a donde había dejado a mi hijo y a mi mujer, que seguían en el mismo sitio donde se quedaron cuando se perdió la cometa. Debajo de una palmera datilera. Ninguno de los dos se fijo en mis barbas.

-Toma hijo. Como nueva- le di la cometa a Ahmed.
-Ya no quiero jugar más- y volvimos a casa.

He estado buscando aquel valle durante semanas. Pero nada. A saber. Lo cierto es que me gustaría regalarle una cometa a aquel ser. Parecía tan feliz con ella.

Terminó Ismail. Ha contado tantas veces esta historia. Pobre loco de Ismail. Siempre la cuenta. ¿Quien se la va a creer?. Los niños ya no juegan con cometas.

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