Pájaros en la cabeza

Después de mucho insistir, de muchos meses rogando a mis padres que me llevaran, de consejos escolares pidiendo, hasta de rodillas, una excursión al zoo. Conseguí que mis padres me llevaran, una tarde de mucho calor a la casa de campo. A ver a los leones medio dormidos y a los pingüinos ponerse morenos al sol de la meseta.

En aquel entonces, quiero decir cuando aún ponían dibujos animados después de comer y no tenía el cuerpo lleno de pelos, siempre soñaba con tener un halcón. Ser un cetrero como los que salían en las películas ambientadas en la Edad media. Soñaba con salir con el resto de nobles a cazar, con mi halcón, perdices, palomas, conejos y liebres. Saldría del castillo con mis mejores galas, mi capa de terciopelo color burdeos, mis botas de piel recién untadas de betún y mi guante de cetrero. Encima de él, atado, mi halcón majestuoso, altivo, el más sanguinario de todos los halcones de Castilla. Una vez en campo abierto le desataría del guante con cuidado de no dañarle sus garras y le daría de comer un despojo de pollo. Le quitaría muy despacio, para que su increíble vista se ajustara a la luz, la caperuza y avistaría su presa. A un pequeño impulso de mi hombro, el halcón, dejaría mi brazo para surcar el viento y ¡¡Zas!!. Otra presa para su amo.

Tenía entonces, y ahora sigo teniéndolos, grandes problemas para cumplir mi sueño. El primero, la negativa de mis padres a que entrara en casa cualquier animal -Ya tenemos bastante con vosotros- al fin y al cabo sería una boca más que alimentar por mucho que yo me empeñara en intentar convencerles de que un halcón se buscaría la comida él solo -Estudia, hijo, y cuando seas mayor te podrás comprar un halcón, un águila o un oso polar. Lo que quieras-. El segundo, no tenía ni la menor idea de dónde se podía conseguir un halcón pues siempre podría criarlo en la copa de un árbol del parque y tenerlo escondido hasta que viviera sólo en el bosque de Sherwood y comiera lo que me cazara mi querido pajarito; normalmente cuando algún vecino tenía una camada de gatos o perros solían ofrecerlos a los demás e ibas a la panadería y te decía el panadero -¿No querrás un perrito?- y no, no quería un perrito ni un gatito ni un periquito. Quería un halcón y no conocía a nadie que pudiera tener una camada de halcones. El tercero, y posiblemente el más importante, en los ochenta los nobles no salían en cacerías públicas y el arte de la cetrería estaba en franco decline, por no decir que estaba acabado.

Estudiaba libros de aves rapaces con mucha más frecuencia que los, de matemáticas o ciencias sociales. Era, por entonces, capaz de distinguir el vuelo de un alcotán oriental de el, de un cernícalo de patas rojas; el vuelo empicado a casi trescientos kilómetros por hora de un halcón peregrino de el, de un buitre leonado. Sabía los nombre científicos, de esos con raíces latinas o griegas o fenicias que siempre están al lado del nombre común del animalillo, de mis rapaces favotitas. Falco peregrinus, Falco subnigers, Falco concolor. Sabía muchas cosas. Las, que había leido en la enciclopedia Espasa del salón y en Las aves rapaces: esas grandes desconocidas (libro que nunca devolví al bibliobús), también había visto todos los documentales de El hombre y la tierra y por reyes me había pedido, además del halcón, un ejemplar de El arte de la cetrería de Félix Rodríguez de la Fuente. En verdad que nunca había visto, más allá de fotos o pantallas, a ningún halcón o ave similar.

Así pues nada más entrar al zoo y justo después de hacernos la foto de familia en la entrada -Sonreíd niños- fui directo a las horas de los espectáculos pues no quería perderme por nada del mundo la exhibición de aves rapaces en el aviario. -Queda media hora, rápido, sólo medía hora.-
Llegamos al aviario y nos pusimos en primera fila. Mi padre bebía una cerveza y mi madre daba de comer a mi hermana pequeña. Sólo yo parecía entusiasmado.

Y llegó el momento. El locutor empezó a dar una explicación sobre hábitos, hábitats y demás chorradas, a oídos expertos, de todos y cada uno de los especímenes que iban a sobrevolar nuestras cabezas en breve. -No se muevan, podrían convertirse en presas a sus ojos- Hubo gente que se levantó y se fue. Y salió el cuidador. La primera ave era una lechuza con su capacidad de torcer el cuello ciento ochenta grados, no era muy grande, en el brazo del cuidador no parecía más grande que el loro de un pirata tuerto. Por supuesto su velocidad de caída era inmensamente más baja que la de cualquier halcón. Sobrevoló con total parsimonia como si esperara que le hicieran un book el aviario y llegó al otro extremo donde esperaba un cuidador con un trozo de carne. Esperaba con las ganas de una embarazada fuera de cuentas el momento en que saliera un halcón, de verle despegar sus patas del cuidador y lanzarse hacía arriba, sin ningún esfuerzo para divisar mejor el panorama de ataque, sentir el bufido de sus plumas en la caida sobre su presa a punto de romper la barrera del sonido y chis-chas una rata del aire menos, o un rantoncito o, incluso, un perrito de las praderas.
Y, casí al final, salió el mismo cuidador de todas las aves con una bolita de plumas en el brazo, pequeño y feo, sin lustre alguno en las plumas. -El Halcón peregrino. El ser vivo capaz de alcanzar las velocidades más altas. Letal de todas todas- La gente que quedaba en el aviario miraba, por primera vez, con los ojos como platos, anonadados, cualquier movimiento de la bestia. ¡Menuda bestia! a su lado el hamster de mi amigo Arturo era un Grizzlie. Un poco decepdionado, espere a que emprendiera el vuelo. Y lo hizo. Describió sobre el aviario la misma trayectoria que las anteriores aves con las alas abiertas esperando fotografías, planeando como una simple golondrina comiendo insectos en el cielo veraniego o una gaviota ruidosa esperando el proximo barco cargado de peces, se poso con cuidado en el brazo del cuidador del otro extremo y engulló como si no fuera el ave más letal sobre la faz de la tierra y bajo las inexistentes nubes el trocito de carne que le ofrecía éste.

Y se acabó el espectáculo -¿Nos vamos?-Pero, hijo, aún no hemos visto a los tigres ni a los elefantes- Me da igual.-

Llegamos a la salida, a la tienda de animales de peluche. -Mira, hijo, el halcón que querías para Reyes-Dijo mi padre dándome un peluche en forma de halcón. Lo miré. Parecía más feroz que el real. Más peligroso, capaz de clavarte sus garras de peluche por un cachito de carne cruda.
-Na, ya veré que les pido este año.

Cosas de niños

No tengo por qué negarlo, no me avergüenzo de lo que hice. Lo sabe todo el mundo, mi familia, mis amigos y las vecinas cotillas que se quedan hablando horas sin tiempo con mi madre en el rellano de la escalera. Es completamente cierto y no había pensado en ello desde hacía mucho. Las cosas eran diferentes entonces y era demasiado pequeño como para hacer lo que hice. Por entonces todo tenía su tiempo: el calendario periódico de vacunaciones hasta los catorce años colgado en todas las salas de espera de todos los centros de salud, el primer diente (el incisivo izquierdo superior) de leche a los seis meses, la primera palabra a los nueve meses, ponerse de pie y echar a andar como un balancín de un lado para otro al año, la comunión a los nueve años, la primera bicicleta a los tres años con rueditas que no se deben quitar hasta los cinco años como mínimo. Así era todo.

Aún recuerdo a mi padre tirado en el sofá con la incipiente barriga cuarentona saliendo por debajo de la camiseta rascándose la entrepierna:
-¿Dónde vas con esa llave inglesa? si es más grande que tú- llama a mi madre y deciden hacerme una foto para mirarla unos años más tarde con los ojos húmedos y decirse -¡Qué rápido pasa el tiempo! Aquí tenía tres años y medio-
Me meto en la terraza y me pongo a jugar a los mecánicos con mi BH roja. Al rato salgo de la terraza empujando el manillar de la bicicleta y dándole a mi madre las rueditas.
-Aún no puedes andar en bicicleta sin ellas- me dice
-¿Por qué?
-Porque no -mi madre va al cuarto de estar y enseña las rueditas sueltas de la bicicleta a mi padre -Dile algo a tu hijo-
-Son cosas de niños, mujer, déjale tranquilo.
-¿Y los vecinos?¿Qué dirán?
-Qué les den a los vecinos. Aquí esta el nuevo Bahamontes.
-Dirán que somos malos padres. ¿No lo entiendes?
-No

La voz corrió por todo el vecindario como corrían los gitanillos nada más robar un reloj calculadora o un paquete de tabaco a algún payo aventurero capaz de adentrarse en sus calles de barro y ratas rabiosas. -Es él, es él- me señalaba el carnicero, el conserje del colegio y hasta el vendedor de la ONCE. ¿Quién? ¿Ese enclenque?- asentían al mismo tiempo el bodeguero, el del butano y el afilador. -Qué osadía- decían sus ojos acusadores.
A mi me daba igual, es cierto, iba con mi bicicleta como un rayo por el parque y en la plaza del mercado y arriba y abajo de la calle principal. ¡Qué sensación! El viento en mi cara a la velocidad que pudiesen dar mis piernas a los pedales de la bicicleta, las miradas de las niñas que jugaban a la comba en el patio del colegio abandonado, los chavales de mi calle muertos de envidia -mamá déjame quitar las rueditas-No, hijo, no. No quieras ser un golfo-

Conocí entonces lo que había más allá del descampado de la estación de tren y, en los parques de los barrios de alrededor. Encontré más allá de vertedero, en las urbanizaciones, campos de beisbol como en las películas americanas y, picaderos de caballos y yeguas y ponies. Había huertos y granjas al otro lado de la vía de las obras de la futura M30 ya casi a la zona restringida del aeropuerto.
Llegaba tarde a comer, a cenar y a merendar. Mi madre no aceptaba mi nuevo status de conductor con vehículo propio (-no tan pronto-).

-Tenemos que hacer algo con él- la escuchaba en la sala de estar decirle a su padre después de casimiro
-Déjale. Tarde o temprano se caerá y aprenderá- decía mi padre levantándose a bajar el volumen de la televisión.
Se equivoca, pensaba yo, jamás me caeré. Soy el nuevo Bahamontes ¿Ya se le ha olvidado?
Pero no lo hacía. Eso me quedó claro al día siguiente cuando me aventuré a levantar el manillar con todas mis fuerzas para hacer un caballito en la bajada de la cuesta frente a la casa del jubilado. Y caí. Vaya si caí. Y estuve todo el verano, tres meses enteros, a los cuidados de mi madre -¿Ves? ¿Ves?- Con una pierna escayolada y una muñeca operada. Mirando por la ventana a los chavales tirar globos llenos de agua a las niñas y escaparse en sus bicicletas con sus rueditas laterales.

Y después de estar tanto tiempo sin acordarme de esto me dice mi mujer:

-Dile algo a tu hijo- Y me da las rueditas de su bici.
-¿No prefieres una Play station?

La verdadera pandemia

Y ahora la veo acercarse a mi. Como si nada. Me toca el hombro izquierdo y me doy la vuelta. Su melena de zorra me acaricia el lado izquierdo de la cara y la miro de reojo, con desconfianza ciega.
- ¿Ya ni me saludas?
- Hola
- ¿Ya ni me hablas?
- Te he saludado
- ¿Por qué?
- Ya lo sabes. Déjame en paz

La muy cerda. Qué fácil es convertir las putadas en simples anécdotas para su cerebro subdesarrollado. Qué fácil olvidar que me fui cansado de sus desmanes, de sus desplantes y sus desfases horarios. Qué fácil es todo cuando no eres más que una adolescente treintañera. La pandemia del siglo XXI: Adolescencius perpetuis.
Y la miro, alejándose, por mi izquierda. Con la cabeza mirando al suelo. Con la penitencia que le impone su remordimiento martilleándole los oídos. -Has sido mala-Has sido mala-. Y, de repente, suelta una carcajada y me mira de nuevo.-No me importa-Me importa un bledo-No me duele-Soy una mujer independiente-Se dice a si misma. La conozco.

Y vuelve a la carga. Por la izquierda. Por mi izquierda. Sabe que tengo más mano izquierda que ella y, más temple. Sabe que no la gritaré, ni la agrediré, ni hostias de esas suyas. Ese no es mi estilo. Nunca lo ha sido. No me conoce.
Me pregunto qué necesita. Sólo se muestra dulce conmigo, con cualquiera, cuando necesita algo. Uno de los síntomas de su enfermedad: Egoismus Convenidus.

- Hazme un favor
- No me viene bien
- Aún no sabes qué es
- Me da igual
- Sólo es un favor. Hazlo por lo que hubo

¿Qué hubo? me pregunto rascándome la barba. Hubo basura y peleas, risas a mi costa, ninguna felicidad ni compañía y gente mucha gente. Nosotros, yo, eramos una casa de putas, cualquiera se metía a jodernos, joderme. Un síntoma más: Chantajus Emocionalis.

- ¿Qué hubo? no lo recuerdo
- ¿Cómo puedes decir eso? Tú no eras así antes
- Antes ¿Cuándo?
- Antes. Cuando me querías
- No sé a que te refieres

Y eso es lo más triste pienso cerrando los ojos intentando no mirar su boca de fulana. Lo más triste es que es contagioso y antes le hubiera hecho el favor, fuera cual fuera. Aprieto los ojos no dejando salir las lágrimas que empujan a mis parados. No hay duda tengo un síntoma: Sentimenta Interpele.

Y se va. Se aleja haciéndose una coleta de pilingui, moviendo el culo y gritando improperios. Me acaba de cruzar la cara con su mano derecha abierta. Me pica el carrillo izquierdo. No hay duda ella esta infectada: Violentia Gratuitika.

Dentro de poco yo también seré un monstruo.

Patito feo S.XXI

Carlota, Lapecas estaba más que cansada de su mote. Todos los días volvía a casa llorando como una plañidera, con los puños cerrados y llenos de rabia. Corría por el pasillo de la casa y se encerraba en su habitación hasta la hora de la cena.

Lapecas. Lapecas. Lapecas. Todo el día pensando en lo mismo. - Hija mía, no le des importancia. Los niños son muy crueles- Solía decirle su madre. Pero a Carlota, Lapecas, poco le importaban las cosas que pudiera decir su madre: Tenía casi trece años. Era de estatura media. No sacaba malas notas. No fumaba. No era una machorra, ni una descarada; ni jugaba al fútbol con los chavales, ni, cuchicheaba con las chavalas. No insultaba a los profesores, ni hacía peyas. Llevaba los deberes hechos a todas las clases. Hacía corazoncitos en los puntos de las íes en la clase de caligrafía. Iba a clases extraescolares de natación e inglés. Era una chica de lo más normal. Salvo por sus pecas. En la cara, en la espalda, en los brazos...pecosa.


-Si, al menos, me hubieran crecido las tetas- pensaba Carlota, Lapecas, en su habitación mientras hacía las tareas del día (Matemáticas, Historia, Geografía) -De poco me servirán mañana. Mañana volveré a ser el centro de las burlas de la clase, a menos que haya un simulacro de incendio, un profesor sustituto, un alumno nuevo o, un cataclismo nuclear- Se decía a si misma contándose las pecas de la cara.


-Mañana no quiero ir al colegio- les dijo a sus padres a la hora de la cena
-Claro- respondió su padre cortando un trozo de bistec- yo tampoco voy a ir a trabajar.
-Hija mía, ¿Qué pasa mañana?- terció su madre que estaba en la cocina.
-Mañana nos llevan a la piscina en educación física- Carlota jugaba con las patatas fritas. No tenía ganas de cenar.
-Mira-volvió a tomar la palabra su padre-nuestra obligación es trabajar. No nos gusta lo más mínimo pero alguien tiene que traer dinero a casa. La tuya es estudiar. Que no te gusta: cuando tengas edad lo dejas.-pegó un enorme sorbo de agua para tragar la bola de carne y patatas que tenía en la boca.-No se hable más.

Y no se habló más. Se acabaron las natillas de postre. Sus padres se pusieron a ver la televisión antes de irse a acostar. Y Carlota, Lapecas, se encerró, de nuevo, en su habitación.

Aquella noche no durmió demasiado (por no decir nada). Cada vez que cerraba los ojos veía a sus compañeros mirando sus manchas oscuras de sus hombros, de su espalda, de sus piernas. Se veía ella como una gran peca. Mirala, mirala, lapecas no tiene tetas.- todos se rien mientras miran sus pequitas. Podrían reirse de las orejotas de fulano, o de las gafas de zutano e incluso de la leve cojera de mengana. Pero al día siguiente todo sería como siempre, Lapecas, Lapecas, Lapecas.

Llegó la mañana y se levantó, sin ninguna gana, de la cama deshecha, cansada de dar vueltas en ella. Preparó la mochila. Metió en ella su bañador favorito, sin ninguna gana. Bebió el colacao de las mañanas mojando en él unas magdalenas que se deshacían al contacto con la leche. Sin ninguna gana las engullía. Subió al coche de su padre, que la llevaba al colegio todos los días, y escucho la radio sin gana alguna.
Carlota, Lapecas, llegó al colegio desgana y cansada. Los chavales de su clase se arremolinaban alrededor del autobús que les llevaría a la piscina. Unos reían, otros corrían, algunos flirteaban entre ellos, los más pelotas hablaban con los profesores y Carlota, Lapecas, se escondía de sus compañeros -Si empiezan ahora, cuando lleguemos estarán más pesados. El día puede ser muy largo- pensaba mientras encogía el cuello como una tortuga, como si su cuerpo fuera un caparazón en el que esconderse.

Llegaron a la piscina y para sorpresa de Carlota, Lapecas, nadie se había metido aún con ella entusiasmados, como estaban, ante la novedad de un día fuera de las aulas, lejos de la pizarra y las tizas, sin escuchar aburridas explicaciones de teoremas matemáticos o de estirpes reales.
Aún no había escuchado ni una sola vez su asqueroso mote.

Carlota, Lapecas, se entretuvo antes de entrar al vestuario haciendo como que leía los carteles con las actividades ofrecidas por el complejo deportivo. Cuando entró a cambiarse todas las chicas estaban ya en la piscina. Se cambió con la tranquilidad que da la soledad y salió dispuesta a zambullirse en el agua a toda prisa con tal de que nadie se fijara en ella.

El agua estaba helada de primeras pero una vez acostumbrada al medio Carlota, Lapecas se vio como pez en el agua. Su cuerpo sumergido a salvo de miradas. Su pelo mojado pegado a la cara tapaba la inmensa mayoría de sus pecas. Buceó, nado a braza, a croll, a espalda. Olvidó, por momentos, sus miedos y subió al trampolín y se tiró varias veces. Nadie parecía estar pendiente de ella.
Carlota, Lapecas, cansada de tanto nadar y con los dedos arrugados como garbanzos salió del agua (tan rápidamente como entró) y se dirigió a su toalla. Solitaria. Detrás de un par de árboles. A la sombra lejos de miradas. Se tumbó en la toalla y cayó en un duermevela reconfortante.

-Hola ¿Estas dormida?-preguntó la voz de un chico.
-No. Estoy descansando-respondió abriendo los ojos y viendo a un compañero de su clase en el que nunca se había fijado demasiado.
-Soy Alberto. Llevo poco en el colegio. Nadas muy bien-le dijo mientras se sentaba a su lado.
-Hago natación-respondió sentándose ella también.
-Me hacen mucha gracia tus pequitas de los hombros. Te quedan muy bien-dijo entre murmullos.
-A mi no me gustan nada. Si pudiera me las quitaba- se tapó los hombros instintivamente.
-A mi me gustan. ¿Vemos quién aguanta más bajo el agua?- Se levantó y le tendió la mano.
Carlota cogió la mano de Alberto. Estuvieron todo el día para arriba y para abajo. Nadaron y rieron. Comieron y echaron la siesta. Jugaron a las cartas y volvieron sentados juntos en el autobús.

Lo cierto es que desde aquel día Carlota no ha vuelto a escuchar su mote. Seguro que se lo siguen llamando. Pero, sinceramente, ella no lo escucha.

Oasis

Sudaba hasta por los poros de las pestañas -recordaba Ismail- llevaba ya unos días vagando por el desierto. Mi hijo había perdido su cometa favorita y fui en su busca. Seguía su rastro serpentino por las dunas. El viento, siempre el viento, la arrastraba más allá. Más adentro del desierto. A veces, cuando creía que ya la tenía una ráfaga de viento caliente como un café recién servido la arrastraba, una vez más, a la siguiente duna e incluso, en otras ocasiones, más lejos todavía.

Pues como decía -continuaba Ismail- el sol en lo alto del cielo me estaba sacando cada gota de líquido del interior de mi cuerpo. Estaba agotado. Tenía calambres en las piernas, dolor de cabeza acompañado de palpitaciones en las sienes, la boca seca con un trozo de carne en salmuera haciendo de lengua, los ojos como uvas pasas. A cada paso la cometa se perdía un poco más en la arena infinita y yo, iba encorvándome un poco más llegando en algún momento a posar las manos en el suelo (movedizo y ardiente) para ayudar a mis piernas a seguir adelante.

Cuando ya estaba dispuesto a dar la vuelta y volver a casa con las manos vacías vi, de nuevo, la cometa. Estaba en un pequeño valle entre dos dunas donde el viento no entraba con facilidad suficiente como para llevársela de nuevo. Desde mi posición en lo alto de una montaña de arena no distinguía bien el suelo de ese valle sólo, los colores chillones de la cometa. En un último esfuerzo me dejé caer por la ladera de la duna en busca del valle y de la cometa. Ésta parecía hundirse en la arena como si de un charco profundo se tratara. Según iba cayendo al límite entre las dos dunas vi los destellos del sol en el fondo del valle. Me cegaban con sus brillos multicolores. Pude haberme frenado clavando pies y manos en la arena pero no lo hice. No sólo porque mi cuerpo no obedecía las órdenes de mi cerebro también porque de esos destellos multicolores emanaba una brisa más que reconfortante; era refrescante noté el sudor helarse en la superficie de piel; era hipnótica mis ojos (húmedos de nuevo) ya no veían la cometa de mi hijo, sólo los brillos sus colores su frescor; era magnética pues tiraba de mi hacía el fondo del valle que no era tal pues a medida que me acercaba me quedaba más claro que aquello era una suerte de líquido y cuando lo toqué me quedó aún más claro.


Si -continuó Ismail- aquello era líquido pero no un líquido como el agua (transparente y manejable a nado), era más bien una especie de engrudo. Líquido si. Extremadamente viscoso también. Caía hacía la profundidad desconocida. Era inútil intentar mantenerse a flote. Me hundía como si estuviera en una piscina de gelatina: lenta y dulcemente. Mis oídos, mi nariz y mi boca se llenaron de esta sustancia. Pudiera ser que se tratara del legendario flogisto de los alquimistas pero en ese momento poco me importaba. Además tenía sueño, mucho sueño. Caí en un sueño húmedo mientras bajaba a las profundidades de lo desconocido.

Cuando desperté estaba en una jaima. Tumbado en una cama. Apenas llevaba ropa. Una túnica finísima de algo parecido a la seda pero más suave, más fino era todo mi atuendo. Un ser luminoso, tan luminoso que no podía mirarlo directamente pues su brillo me cegaba, estaba a mi lado. Me toqué la cara, me acuerdo -incidió Ismail- porque me picaba, tenía una barba considerable.


-Esto debe ser suyo- la voz salía de la habitación, retumbaba como el eco en los alpes suizos. El ser atenuó su luz y me ofreció la cometa- ¿Qué es?. Me moría de ganas de preguntar qué era él pero me pareció descortés. Después de todo debía estar en su casa.
-Es una cometa- dije mientras me recostaba y me fijaba en sus facciones, facciones por decir algo pues sólo era luz. Luz que cambiaba de tonalidad e intensidad con los movimientos. Luz que emitía voz e incluso agarraba objetos como la cometa que mantenía sobre un apéndice anaranjado.
-¿Que es cometa?-aquella vez la voz parecía salir de mi propia cabeza.
-Un juguete. Vuela con el viento. -alargó el apéndice anaranjado y me tendió la cometa. El contacto de mis manos con su ser transmitía necesidad de contacto. ¿Con qué? no lo sé.
-Enséñeme- ordenó mientras señalaba con un nuevo apéndice una mesa llena de viandas - Pero, primero, coma y descanse.- Y se fue.

Así hice, comí pasteles, frutas y verduras de sabores y colores y olores indescriptibles. Dormí en una cama de aire con sabanas de hielo caliente. Olvidé, os aseguro que lo hice -recalcaba Ismail-, olvidé el paso del tiempo. Disfruté de un paisaje inexistente desde la puerta de la jaima, un paraje desértico, si, como el de la superficie; un aire limpio y perfumado de oxígeno, como ninguno en la superficie; un descanso continuado como debe ser la muerte pero estando vivo. En todo el tiempo que pasé allí, no sé precisar cuánto fue, jamás vi ningún otro ser como mi anfitrión que sólo aparecía de vez en cuando. No estaba, para nada, recluido. Sólo que no sabía subir. Además recordaba cuánto me había costado llegar hasta allí. A la cometa favorita de mi hijo. Por supuesto que echaba de menos a la familia pero cada día su recuerdo era más vago. Y digo días por decir algo pues allá abajo no había noche. Sólo día. En realidad allí sólo estuve un día, se podría decir.

-Ahora quiero que me enseñe cómo funciona esa cometa- dijo un día mi anfitrión por sorpresa.
-Debería repararla, creo que la cuerda esta un poco dañada-repuse.
-No sé que es cuerda pero usted sabrá- señalé el cordón que hacía dirigir la cometa y el ser luminoso hizo surgir de uno de sus múltiples apéndices coloreados una cuerda.-¿Esto valdrá?
-Creo que si-

Nos dirigimos fuera de la jaima e hice volar la cometa. Piruetas. Cabriolas. Tirabuzones. Las sombras que parecían ser los ojos de mi anfitrión parecían más grandes que nunca antes. Le ofrecí la cuerda. La agarró con dos apéndices verdes. La hizo volar. El ambiente se llenó de un ronroneo felino que provenía del interior de él. Rrrr, rrrrrr, rrrrr.
-Gracias- Dijo mientras me devolvía, de nuevo, las riendas de la cometa y soplaba, o eso parecía, hacía la cometa. Soplaba tanto que me hizo volar. Hacía el techo de suelo del desierto exterior. Traspasé la capa gelatinosa y aparecí de nuevo en del desierto.

Desanduve mis pasos -esto lo dijo Ismail con pesadumbre en los ojos- sin sentir ni gota de sudor correr por mi frente. Llegué a donde había dejado a mi hijo y a mi mujer, que seguían en el mismo sitio donde se quedaron cuando se perdió la cometa. Debajo de una palmera datilera. Ninguno de los dos se fijo en mis barbas.

-Toma hijo. Como nueva- le di la cometa a Ahmed.
-Ya no quiero jugar más- y volvimos a casa.

He estado buscando aquel valle durante semanas. Pero nada. A saber. Lo cierto es que me gustaría regalarle una cometa a aquel ser. Parecía tan feliz con ella.

Terminó Ismail. Ha contado tantas veces esta historia. Pobre loco de Ismail. Siempre la cuenta. ¿Quien se la va a creer?. Los niños ya no juegan con cometas.