Cosas de niños

No tengo por qué negarlo, no me avergüenzo de lo que hice. Lo sabe todo el mundo, mi familia, mis amigos y las vecinas cotillas que se quedan hablando horas sin tiempo con mi madre en el rellano de la escalera. Es completamente cierto y no había pensado en ello desde hacía mucho. Las cosas eran diferentes entonces y era demasiado pequeño como para hacer lo que hice. Por entonces todo tenía su tiempo: el calendario periódico de vacunaciones hasta los catorce años colgado en todas las salas de espera de todos los centros de salud, el primer diente (el incisivo izquierdo superior) de leche a los seis meses, la primera palabra a los nueve meses, ponerse de pie y echar a andar como un balancín de un lado para otro al año, la comunión a los nueve años, la primera bicicleta a los tres años con rueditas que no se deben quitar hasta los cinco años como mínimo. Así era todo.

Aún recuerdo a mi padre tirado en el sofá con la incipiente barriga cuarentona saliendo por debajo de la camiseta rascándose la entrepierna:
-¿Dónde vas con esa llave inglesa? si es más grande que tú- llama a mi madre y deciden hacerme una foto para mirarla unos años más tarde con los ojos húmedos y decirse -¡Qué rápido pasa el tiempo! Aquí tenía tres años y medio-
Me meto en la terraza y me pongo a jugar a los mecánicos con mi BH roja. Al rato salgo de la terraza empujando el manillar de la bicicleta y dándole a mi madre las rueditas.
-Aún no puedes andar en bicicleta sin ellas- me dice
-¿Por qué?
-Porque no -mi madre va al cuarto de estar y enseña las rueditas sueltas de la bicicleta a mi padre -Dile algo a tu hijo-
-Son cosas de niños, mujer, déjale tranquilo.
-¿Y los vecinos?¿Qué dirán?
-Qué les den a los vecinos. Aquí esta el nuevo Bahamontes.
-Dirán que somos malos padres. ¿No lo entiendes?
-No

La voz corrió por todo el vecindario como corrían los gitanillos nada más robar un reloj calculadora o un paquete de tabaco a algún payo aventurero capaz de adentrarse en sus calles de barro y ratas rabiosas. -Es él, es él- me señalaba el carnicero, el conserje del colegio y hasta el vendedor de la ONCE. ¿Quién? ¿Ese enclenque?- asentían al mismo tiempo el bodeguero, el del butano y el afilador. -Qué osadía- decían sus ojos acusadores.
A mi me daba igual, es cierto, iba con mi bicicleta como un rayo por el parque y en la plaza del mercado y arriba y abajo de la calle principal. ¡Qué sensación! El viento en mi cara a la velocidad que pudiesen dar mis piernas a los pedales de la bicicleta, las miradas de las niñas que jugaban a la comba en el patio del colegio abandonado, los chavales de mi calle muertos de envidia -mamá déjame quitar las rueditas-No, hijo, no. No quieras ser un golfo-

Conocí entonces lo que había más allá del descampado de la estación de tren y, en los parques de los barrios de alrededor. Encontré más allá de vertedero, en las urbanizaciones, campos de beisbol como en las películas americanas y, picaderos de caballos y yeguas y ponies. Había huertos y granjas al otro lado de la vía de las obras de la futura M30 ya casi a la zona restringida del aeropuerto.
Llegaba tarde a comer, a cenar y a merendar. Mi madre no aceptaba mi nuevo status de conductor con vehículo propio (-no tan pronto-).

-Tenemos que hacer algo con él- la escuchaba en la sala de estar decirle a su padre después de casimiro
-Déjale. Tarde o temprano se caerá y aprenderá- decía mi padre levantándose a bajar el volumen de la televisión.
Se equivoca, pensaba yo, jamás me caeré. Soy el nuevo Bahamontes ¿Ya se le ha olvidado?
Pero no lo hacía. Eso me quedó claro al día siguiente cuando me aventuré a levantar el manillar con todas mis fuerzas para hacer un caballito en la bajada de la cuesta frente a la casa del jubilado. Y caí. Vaya si caí. Y estuve todo el verano, tres meses enteros, a los cuidados de mi madre -¿Ves? ¿Ves?- Con una pierna escayolada y una muñeca operada. Mirando por la ventana a los chavales tirar globos llenos de agua a las niñas y escaparse en sus bicicletas con sus rueditas laterales.

Y después de estar tanto tiempo sin acordarme de esto me dice mi mujer:

-Dile algo a tu hijo- Y me da las rueditas de su bici.
-¿No prefieres una Play station?

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