Caminos divergentes

Se puso el tanga de leopardo y salió a comerse la noche. Se perdió por las callejuelas del centro arrimando cebolleta a las posaderas de las guiris borrachas en los bares más apestosos de la gran ciudad. Se bebió todo tipo de brebajes. Se empachó de hielos y bebidas chispeantes en busca de la inhibición de su vergüenza. Se infló los pulmones con el humo de los cigarrillos rubios y de los cigars enriquecidos en vitamina C. Se inflamó las neuronas con yeso adquirido en bolsitas de a sesenta el gramo. Se notaba a metros de distancia el bulto dentro de su bragueta deseando salir a pasear.
Cuando yo me lo encontré, estaba dando botes al son de Bisbal, o Bustamante, o cualquier otro artista enlatado en medio de un grupo de jamonas comebolsas deseando chupar un prepucio a cambio de unos tiros de escayola nasal.
Llevaba bastante tiempo sin verle, es cierto, pero un amigo de la infancia es un amigo de la infancia con todas las letras en mayúscula. Yo volvía a casa con el puntillo. Había dejado a la parienta cuidando al nene. No quería llegar tarde. Pero tampoco podía dejarle allí haciendo el mandril. O al menos eso pensaba yo.

Saqué al saco de mierda de aquel garito (El Barticano me parece que se llamaba) con la intención de llevarle a tomar un café despejante.

-Estás hecho un piltrafa. No has cambiado nada- le dije mientras estiraba de su brazo.
-¿Para que hacerlo?- Fue lo único entendible que dijo en su jerga de topedo mientras intentaba zafar su muñeca de mi llave de judoka experto para volver a entrar dentro del bar.-Estaba a punto de hacerme a la pelirroja- añadió con los ojos entornados.
-Anda. No seas capullo; se estaban riendo de - alguien tenía que hacer de padre.
-¿Y tú que quieres?, ¿un tiro?, ¿una copa?, o ¿tienes complejo de ONG?- parecía estar volviendo en si, toda vez alejado de la música, los chochitos y las copas.
-No te pongas tonto conmigo- dije mientras le soltaba el agarre- Por mi como si te dan por culo. ¡Ven! te invito a un café.
-¡Qué te den tío! Hoy mojo si o si.- dijo mirándome a los ojos con las luces largas.
-¿Cuántos años tienes, colega?-
No contesto. Se perdió entre la gente de camino hacía la cueva de dónde le saqué. Yo me fuí a casa.

A las siete de la mañana del día siguiente el cachorro nos despertó con puntualidad inglesa reclamando su dosis de leche. La parienta me despertó para que preparara el desayuno mientras ella se duchaba y se arreglaba para ir a trabajar.
Me quedé solo con el chinorri. Viendo los dibujos.
Al rato sonó el timbre. Me levanté con toda la pereza del mundo sobre mis ojos a abrir la puerta.
Y Ahí estaba tambaleándose y con una pelirroja subiendo a gatas las escaleras.

-Sólo eres un mes mayor que yo- dijo antes de echar la primera papilla en el descansillo.
Preparé café y la restform en el cuarto de la plancha.
-Nunca desperdicies una invitación- me dijo mientras me daba los buenos días en un abrazo y se iba a la cama en tanga.

El hombre que no sabía que no se equivocaba

Ahora se me presenta la ocasión de hacerme rico. Ahora y no antes cuando la busqué. Justo ahora. Cuando ya no me enfundo el pasamontañas a juego con mi recortada, ni tengo a mi cargo una banda de secuaces con sus caras embutidas en medias o con caretas de ex-presidentes estadounidenses o de personajes Disney (como aquella vez en el ibercaja de Sanchinarro). Ahora, después de haber pasado por el infierno terrenal de la cárcel de Alcalá-Meco. Módulo 9. Compañero de celda sexópata. Tres años para reinsentarme en la sociedad. La consumación de la reinserción social es más el encalamiento psicológico del miedo a las duchas, los pinchos del patio, los ajustes de cuentas y de la propia nulidad frente al resto de reclusos que la certeza de una mejor vida en libertad.

Ahora va mi tía abuela por parte de madre y muere. Muere dejando una herencia multimillonaria a sus únicos tres descendientes (entre los que me encuentro). El caso es que no había visto a esa mujer en mi vida así que en su entierro no puedo llorar ni hablar de las bondades de la buena mujer en vida. Es más, dada mi antisocialidad adquirida en mis años de infante agitanado en las calles de un barrio periférico, me gustaría poder ir borracho como una cuba e invitar a todos los conocidos de la vieja a una barra libre descomunal en el único bar de su pueblo perdido en la ribera del Ebro. Pero ahora. Ahora ya no soy así. Ahora soy una persona de provecho para la sociedad. Me levanto temprano (antes de que salga el sol), me enfundo mi traje de corte italiano, me engomino el pelo, cojo el autobús, me tiro todo el día haciendo el gilipollas en una oficina más hermética que la cárcel, vuelvo a casa, me fumo un porro nostálgico, me duermo y vuelta a empezar. Ahora soy alguien. Ahora no robo ni mato ni asusto a las viejecitas ni a los niños ni a mi mismo. Ahora soy lo que se esperaba de mi desde un principio. Un cero a la izquierda en lo referente a capacidad económica y un número muy importante en lo referente a consumismo obligatorio.


Ahora debería ir a firmar, con el resto de familiares agraciados, la transferencia de dinero (que hará aumentar mi cuenta bancaria de manera descomunal) y, de bienes inmuebeles (que hará que hacienda me deje más chupado que el pito de Nacho Vidal en la próxima declaración de la renta). En la notaría. Todos con semblante serio y la billetera vacía más grande que hemos podido encontrar en los chinos.
Pero la cuestión es que, ahora, no puedo. No puede ser que después de una vida dedicada al hurto, a la extorsión, al estraperlo, a ser el más malo del barrio y parte del extranjero, a conducir los deportivos de incautos futbolistas sin demasiadas medidas de seguridad en sus casas, a montar un laboratorio para cortar todo tipo de mandanga en cualquier local sin dueño, a ser un buscavidas, no puede ser que ahora mi oportunidad para entrar en el selecto club de los más-de-seis-ceros-en-mi-cuenta-corriente sea así. Sin un subidón de adrenalina previo a la calma del inventario de billetes, joyas, electrodomésticos, ropa de marca, coches y camiones, polvos del demonio y otros botines de diferente índole en la casa de cualquiera del resto de golfos apandadores.

Ahora me viene a la cabeza mi padre. Ahora mi padre recogiéndome en el colegio con su mono azul repleto de grasa negra "Estudiar es de bobos, no conozco a nadie que se haya hecho rico sin hacer antes algo ilegal". Todos los días decía lo mismo cuando me subía a hombros de vuelta a casa. Llenándome los pantalones de unto negro como sus uñas. "¿Qué tal las notas?". Solía decir después mientras íbamos al bar de su cuadrilla. Toda la tarde apostando al mus. Ahora, por una vez, tengo que quitarle la razón. Una firma me separa del éxito capitalista, hacerse rico a costa del esfuerzo de otros.
Ahora me doy cuenta de que en otro momento, sin antecedentes penales quiero decir, nos habríamos encargado de hacer desaparecer a estos dos extraños que se dicen mi familia. Pero ahora ya no soy así. No lo soy.

Ahora el notario me acerca su pluma Mont-blanc para que entre en el mundo de verdad. La llave a mi ascenso social tiene el mismo color que la grasa del mono de mi padre. Ahora me veo en unos años. Más arrugado. Más gordo. Más rico. Más gilipollas. Más rodeado de chupópteros esperando mi muerte. Más aburrido. Más falto de emociones, de saber si llegaré a fin de mes, de si seré capaz de quitárselo todo a mi jefe, de violar a su hija, de notar mi corazón salirse del pecho, de los sofocones al dar esquinazo a un madero, de la jodida reinserción social.

"Creo que paso de firmar" Ahora el notario me mira con cara de huevo frito. Mis familiares, como si se acabaran de tomar un ácido lisérgico.

Ahora estoy sentado en el bar con mi cuadrilla. Ahora ya no esperan nada de mi. Ahora ya no soy así. Ahora bebo cerveza y me como unas patatas ali-oli.
"Órdago a grande" me dicen. Ahora me río y respondo "Y tres más".

Chimenea glaciar

Entraron en la cabaña y lo primero que hizo él, antes de quitarse los calcetines empapados, los guantes, la bufanda y el gorrito de pololo, fue encender la chimenea. Más bien, intentar encender la chimenea. La madera estaba húmeda; a saber cuánto tiempo llevaba cubierta por la espesa nieve alpina. Los fósforos no duraban lo suficiente como para acercarlos a la chimenea, no había gran cantidad de gasolina y la poca yesca que había en la casa se reducía a un par de hojas de periódicos retrasados
El aliento se le escarchaba en las gafas. Se estaba más calentito en la nieve que dentro de la cabaña y hasta que no lograra hacer lumbre en la chimenea seguiría así.

Ella, por su parte, se recostó en el sofá adiamantado como si fuera un diván y ella, una reina.
-¿Me sirves un Coñac?-se arropaba con una manta- Si tengo que confiar en tu maña para que la casa se caliente...-Sonrió con picardía.
- Blanca, cariño, ¿por qué no dejas de tocarme la narices?- se quitó con sumo cuidado uno de los guantes y se masajeó las sienes con los dedos como carámbanos - ¡En qué hora vinimos aquí a pasar las vacaciones! Odio el frió y lo sabes.
-Mira que eres picajoso ¿hay algo más romántico que una cabaña perdida en la montaña, con riesgo de incomunicación, repleta de víveres y habitada por una pareja de enamorados?-dijo ella mientras se dirigía a paso de pingüino al mueble bar- ¿Qué quieres? Tontín.
-Entrar en calor. Bueno y un bourbon- dijo él mientras amontonaba en el interior de la chimenea unas cuantas virutas de leña que había conseguido raspando la húmeda corteza de un tarugo-Déjame un mechero.

Ella se acercó a la orilla de la chimenea y dejó el vaso de bourbon sobre el revellín. Le quitó a él el gorro y le enredó el pelo con las manos. En un principio él se sintió a gusto con el crepitar de sus pelos escarchados contra su cuero cabelludo. Pero al poco, y ante la impaciencia de no conseguir ni una chispa del ansiado fuego reconfortante, apartó las glaciares manos de su cabeza con un seco movimiento de cuello. Dejó de sentir los dedos de los pies en ese instante y decidió que mejor quitarse los calcetines.

-Los dedos de los pies son lo primero que se congela (y lo primero que te amputan) en situaciones como esta- dijo mientras se frotaba los guantes contra los pies, haciendo que la fricción les hiciera coger algo de temperatura.
-Qué exagerado eres. Tampoco hace tanto frío, además tenemos vino suficiente como para entrar en calor sin que tengas que hacer fuego- Se quitó el plumas y se lo puso a él por encima de los hombros- Venga friolero anímate.
- Podemos ponernos ciegos de vino sin más y mañana despertarnos congelados y con una resaca de campeonato.- Cerró los ojos y meneó la cabeza en señal de negación- Deberíamos haber ido a un resort de las canarias. A gastos pagados. Más barato. Más caluroso...
-Tampoco te gusta la playa cariño. Demasiado calurosa.- Acababa de apurar la copa de coñac y abría una botella de vino- Disfruta de las vacaciones. Desconecta de cualquier obligación. Disfruta del frío. Mañana compraremos una manta eléctrica. Todo tiene solución.

Él no respondió tragó el último dedo de bourbon y estiró las piernas apartándose de la inoperante chimenea.
Recordó cuando de pequeño se iba de campamento con el colegio- Lo mejor para no tener frío por las mañanas es dormir desnudos dentro del saco- Solían decir los monitores. Se acercó al dormitorio. El día había sido largo y desde que aterrizaron no había dejado de nevar. No pensaba irse a la cama hasta tener un buen fuego. El edredón nórdico del dormitorio le trajo a la cabeza la necesidad de una buena siesta. Pero ni de coña se tumbaría sin antes ver una llama. La mesita del dormitorio era de Ikea, de madera seca y desmontable. Quitó la lampara de encima de ella y se la llevo a la chimenea.

Ella tenía, ya, la botella mediada. -¿Dónde vas con la mesa?-
- Voy a hacer un fuego- Se llenó una copa de vino- Por mis cojones que esta noche vamos a asarnos.
- Estas fatal- se quitó toda la ropa- Te espero bajo el edredón. Cabezón.- Sus pezones se pusieron duros al contacto con la gélida atmósfera. La piel de gallina. Sus dientes castañeaban. Corrió hacía el cuarto esperando que él fuera detrás como hubiera hecho unos años atrás.
Él se quedó desmontando la mesa y echando las patas y los tableros y los cajones a la chimenea. Roció el interior con gasolina y acercó el mechero.
Al rato se quedó dormido viendo duendecillos salir de la chimenea.

Autorretrato

¿Dónde vas con esas patillas?. Si, tío, no me mires así. Las patillas pasaron de moda. Las patillas ya no se llevan. No quedan bien. Vale que si, que tienes la cara alargada como Loquillo, Elvis y las demás momias del Rock. Pero, tío, esa peña esta muerta, enterrada y comida por los gusanos. ¿Eres una especie de momia tú también?.
Te crees que aún eres un chavalín. Como en tus tiempos de adolescente tardío cuando empezaste a fumar porros y a beber calimocho en el parque del instituto. Cuando creías en la amistad. Cuando el futuro era sólo una imagen de invasores alienigenas comeratas, una casa enorme llena de ordenadores de disquete y tías en bikini bañándose en la piscina del jardín de atrás al amparo de la fiesta continua que ofrecía el anfitrión; un anfitrión que ponía la música a todo volumén, invitaba a cerveza a los colegas y, de vez en cuando, iba a atusarse sus patillas de algodón negro al baño del dormitorio principal.
El problema es que ya no eres aquel chaval. No. Estás muy equivocado. Lo sabes tan bien como yo. Patilludo. No me mires con esos ojos. Esos ojos de niño no lo son tanto cuando están escudados por esas patillas y ese ¿tupé?. Tío, eres la viva imagen de un carcamal: patillas y tupé. El tupé no llego a estar de moda si quiera. Y el tuyo, tío, el tuyo es patético. Debajo de tu tupé hay una calva en ciernes desde hace años. Lo sabes. Ya te digo si lo sabes. Aún hoy, a veces, te lo engominas y sales a la calle en plan giggolo como en tu época universitaria cuando contabas los amigos con los de dedos de ambas manos. Cuando el futuro parecía estaba construyéndose con billetes verdes de mil pesetas en laboratorios de química orgánica etéreos con vistas a un despacho en la Quinta Avenida de Manhattan y un alambique que te haría volar más allá de ti mismo.
Tú lo sabes mejor que yo, no sé por qué me molesto en darte la chapa. Al final va a ser que me importas. Con tus patillas y todo. Aunque has de reconocer que hasta tú pasas ya del tupé. Reconoce que, las más de las veces, dejas que el flequillo caiga sobre tu amplia frente y, así, tape tu alopecia. Te ríes, mamonazo ¿eh?, sabes que no miento.

Y cuando me miras con esos ojos de cansado. Con esos ojos sin color definido, entre verde y marrón, tío, no haces más que darme la razón. Te quedas en el pasado o lo dejas a medias todo (incluso el color de tus ojos). No sé. Das a entender que estas cansado de mirar. Haz algo ¿no?.
Haz algo como cuando mandaste a la gente que te rodeaba, a los que llamabas amigos, a la mierda y te quedaste con los amigos de verdad (aunque los contaras con dos dedos). Haz algo, colega, como cuando después de ir de una entrevista a otra en el metro infestado de acorbatados y cansado de escuchar -Ya te llamaremos- mientras miraban tus enormes patillas decidiste meterte en una oficina a descolgar el teléfono a razón de tres veces por minuto. Sueldo seguro ¿no?. ¡A la mierda la utopía!. Mileurismo criminal y letras del coche deportivo a pagar hasta los treinta y tres. ¡Claro que si!, ¡La edad de Cristo!. ¿Sabes que te digo?. Claro que lo sabes. Si ese mamón melenudo se hizo tan famoso con los panes y los peces y ayunando cuarenta días en el desierto (por cierto que para ser melenudo hay que tener pasta); ¿qué no vas a hacer tú? que para llegar a fin de mes tienes que creer que comes todos los días pan y de pescado ni hablamos. ¿Qué no vas a hacer tú? que para no ayunar durante más de seis meses (los que hay entre paga extra y paga extra) tienes que ir a hacer la compra a casa de tus padres. No sé colega. ¿Sabes?. No te quites las patillas. Aún te queda mucho por hacer. Y ¿sabes? deberías de dejar de mirarte al espejo mientras te afeitas porque se te esta haciendo tarde y como llegues tarde a trabajar otra vez te van a despedir y como te despidan para pagar la hipoteca vas a tener que rehipotecar tus patillas.

Fotografía de familia

Justo antes de morir Padre, Madre, quiso que todos nos hiciéramos una foto de familia. No es que Padre tuviera una enfermedad larga (murió en un accidente de trafico completamente borracho) es más que Madre tenía un sexto sentido o algo así.
Nos vistió a todos, los cinco hermanos, con el traje de los domingos. Nos llevó a la tienda de fotografía de la calle principal. Todos posamos con la vergüenza de los antifotogénicos que quedó plasmada en una fotografía llena de sonrisas forzadas y ojos rojos semientornados.

Pues bien al día siguiente, Padre, tuvo el accidente con las venas cargadas de ginebra y su cerebro empanado en alcohol no fue capaz de pisar el freno. Adiós Padre.

Madre sonrió por primera vez, después del funeral, cuando fue a recoger la fotografía. Todos pensamos que había perdido la cabeza. La fotografía era un desastre. Todos los hermanos salíamos borrosos y en segundo plano como si no perteneciéramos a ella. En el medio de la fotografía Padre y Madre (agarrados de la mano) y un borrón blanquecino con forma humana justo detrás del hombro derecho de Padre. Este ente nos ponía a todos los pelos de gallina. Madre parecía no verlo. Se pasaba las horas muertas mirando la fotografía, que puso presidiendo la mesa del salón. Hablaba con Padre continuamente, no salía de casa ni para comprar el pan, nos abandonó en vida pues no se dirigía a nosotros directamente nunca. Sólo hablaba con la fotografía. Después de la muerte de Padre y la recogida de la fotografía lo único que salió de su boca dirigido a nosotros fue: - Nadie, en esta familia, volverá a hacerse una fotografía-

Un año más tarde tuve que mudarme a la capital para terminar mis estudios. Cuando cogí el autobús de La sepulvedana vi a Madre, que había salido de casa, consumida, huesuda, cerea y encogida en sus recuerdos. Sacaba un pañuelo y se secaba las pocas lágrimas que brotaban de sus ojos que, seguro, sólo veían la fotografía. Ésta había degenerado, puede que por el desgaste de la mirada de Madre, en un dibujo difuminado de todos nosotros en el cada vez se veía más al ente y las manos de Padre y Madre. Mis hermanos, a sabiendas de que el futuro de la familia dependía, en gran parte, de mi prometieron cuidar de Madre y hacer desaparecer la Fotografía lo antes posible a fin de que Madre volviera su ser lo antes posible. No fue así.

Los años en la facultad se sucedieron entre clases teóricas, prácticas, disecciones, morges, septiembres apurados, becas por los pelos y cartas a Madre. Periódicas. Solía contarle, todo por curarla de la pérdida, que el Colegio de médicos estaba lleno de fotografías, bien hechas, de promociones, ya licenciadas, en algunas de ellas salía Ramón y Cajal (como decano del colegio). Le relataba cómo me gustaba mirar aquellas fotografías sin imperfecciones, con personajes ilustres, sin color ni borrones, con afán de historia desde el click de la cámara. Ella nunca contestaba.
Cada vez que volvía a casa, en navidades y semana santa, veía a Madre menos definida, menos presente, menos viva en fin. Por su parte, la fotografía (que seguía presidiendo la mesa del salón pese a la promesa de mis hermanos) estaba, cada vez, mas nítida en las manos de Padre y Madre y en el ente que se parecía cada vez más a la pálida dama portando su guadaña.

Llego el día, varios años después, en que iba a licenciarme y Madre salió de casa por segunda vez desde el maldito deceso. Vino a la capital justo el día en que estaba programada mi orla.

-No debes salir en esa fotografía- sus ojos traspasaban mi cuerpo y parecían mirar más allá de todo lo real.
-Debo hacerlo Madre. Es el día.- abracé su cuerpecito huesudo.
-Debo hacerlo yo, Hijo. Quiero acabar con esto.- palabra de Madre. No quité mano.

Cedí mi puesto en la orla a Madre. Por primera vez en más de cien años de historia del Colegio de médicos ese año hubo que repetir la Fotografía varias veces. Salía movida. Cada vez Madre ocupaba mi lugar.
A cada repetición la sonrisa de Madre se hacía más grande y tambien cada abrazo que la daba más carnoso y sentido. Finalmente desistieron de más repeticiones.

Madre murió con una sonrisa en la cara. Al poco fuí a recoger la orla. Lo único que se definía en ella era a Madre de la mano de un borron humanoide que preside la mesa de mi salón.

Si quieren joder. ¿Jodamos?.

Decidí, en ese instante, que me iba a cagar en la puta madre de cualquiera que se metiera en mi vida sin permiso y con ánimo de lucro. Es curioso que fuera justo en el momento en que, después de unos años catastróficos e irrelevantes desde el punto de vista amoroso, hubiera vuelto a tener un poco de Fe en ese sentimiento dañino, oscuro, sin sentido e imposible que es el amor.
Pero teniendo en cuenta la cantidad de gente que había echo correr rumores, injurias y calumnias sobre mi (sin ningún tipo de fundamento o conocimiento), no me quedaba otra. Si no puedes vencerlos, únete a ellos que son pocos y cobardes pero tocan las pelotas de mala manera.

Supongo que igual era por mi acento barriobajero, o mi forma de fumar a lo Humphrey Bogart, mis coñas brutas que, habitualmente, sólo me hacían gracia a mi mismo (¿para qué más?), ¿mi forma de vestir?, ¿mi manía de no afeitarme más de una vez al mes?. No.No. Fijo que era esa otra manía de no meterme en la vida de nadie. Joder. Me toca los huevos lo que fuera. El caso es que la fama que tenía no se correspondía ni lo más mínimo a mi verdadero Yo. Decían que era un chulo, un mujeriego, un yonki, un vivalavirgen, un infiel, un lobo con piel de cordero. Lo peor de lo peor. Más malo que un cáncer testicular. Más evitable que una pareja sifilítica. Menos recomendable que un restaurante chino al lado de una perrera. Un jodido desconocido, en fin, del que más vale hablar mal que dejarle a su jodida tostada mental.

Pues en aquel instante. Reventé. Después de una semana maravillosa. Sin gentuza pululando a mi alrededor.
Unas semanas antes me veía bien de nuevo. Con ganas de salir y conocer a alguien. No a alguien cualquiera. A Ella. Con sus ojos de caoba que se salen del blanco del, izquierdo. Su preciosa boca sonriente con su diente autista en la mandíbula de abajo. Sus andares culeros. Su estilo amaral con su toque punki personal. Su mirada tras la cortina de sus pelos. Las manos de negrita con sus lineas perfectamente marcadas.
La cuestión es que una vez me vi animado y en forma. Intenté por todos los medios a mi alcance conseguir su teléfono y quedar con Ella. Después de todo no nos conocíamos lo suficiente como para que alguna vez hubiera escuchado nada malo sobre mi. Y mejor conocerme en persona que por habladurías.

-¿Te apetece quedar un día de estos?- lo dejé caer como si nada.
-Mañana no tengo nada que hacer- respondió con una seguridad que intimidaba.

Y quedamos. Y yo tenía miedo. Sólo al principio. Y después nos dejamos llevar. Y fue la hostia en verso. Y pasé con Ella los mejores días de mis últimos años. Y ella decía algo parecido. Incluso lo mismo.
Amor, amor, amor. ¿Amores hay muchos no?. Solía preguntarme a mi mismo a todas horas durante esa semana. Cuando ella se daba la vuelta en la cama y yo la tocaba suavemente su preciosa espalda de seda oscura y empezaba a emitir un hipnótico y extremadamente dulce ronquidito que me llevaba al parnaso. Si, si que hay muchos, pero como el de Ella ninguno.

Como era de esperar teniendo conocidos comunes. En todo caso amigos de ella y en algún que otro antiguos, mios. La comidilla empezó a correr como una puta detrás de un ricachón en un Ferrari. Y, bueno, al poco comenzaron las mentiras sobre mi. No me enteré de ni una de ellas. Que decían que era un cerdo aprovechado. Que decían que sólo quería llamar la atención. Que decían mierda con sabor a palabras. ¡Basta ya!. ¿Qué pensaba yo?. ¿A quién coño le importaba?. Siempre la misma historia y el mismo final.

Así que decidí cagarme dentro de las bocas injuriosas y mearme en las cuencas de sus ojos y vomitarles en sus caras goebbelianas. Y a ello iba ese día que reventé. Sin dudarlo. Sin un sólo temblor de manos psicópatas. ¿Queréis joderme?. Moriré matando pensaba mi ira por mi.

Y justo cuando iba a empezar la masacre. Apareció Ella. Y me dio un beso lenguoso y atachuelado. Y pensé - ¡Qué se jodan!- y Ella dijo- ¿Te adopto?.
Y bueno esa bocas llenas de veneno se callaron para siempre. O eso pareció.

Aunque ahora mismo me da igual. Todas las noches duermo desnudo junto a Ella. Y cuando me despierto sigue ahí con su sonrisa de muñeca. Y mi conciencia tranquila como Ella decía que era y más tarde demostró. Y llenamos la nevera. Y desintoxicamos nuestro hígados con cerveza del simago. Y no podíamos dejar de mirarnos. Qué hijos de puta somos. Si, a veces, lo pienso.