El hombre que no sabía que no se equivocaba

Ahora se me presenta la ocasión de hacerme rico. Ahora y no antes cuando la busqué. Justo ahora. Cuando ya no me enfundo el pasamontañas a juego con mi recortada, ni tengo a mi cargo una banda de secuaces con sus caras embutidas en medias o con caretas de ex-presidentes estadounidenses o de personajes Disney (como aquella vez en el ibercaja de Sanchinarro). Ahora, después de haber pasado por el infierno terrenal de la cárcel de Alcalá-Meco. Módulo 9. Compañero de celda sexópata. Tres años para reinsentarme en la sociedad. La consumación de la reinserción social es más el encalamiento psicológico del miedo a las duchas, los pinchos del patio, los ajustes de cuentas y de la propia nulidad frente al resto de reclusos que la certeza de una mejor vida en libertad.

Ahora va mi tía abuela por parte de madre y muere. Muere dejando una herencia multimillonaria a sus únicos tres descendientes (entre los que me encuentro). El caso es que no había visto a esa mujer en mi vida así que en su entierro no puedo llorar ni hablar de las bondades de la buena mujer en vida. Es más, dada mi antisocialidad adquirida en mis años de infante agitanado en las calles de un barrio periférico, me gustaría poder ir borracho como una cuba e invitar a todos los conocidos de la vieja a una barra libre descomunal en el único bar de su pueblo perdido en la ribera del Ebro. Pero ahora. Ahora ya no soy así. Ahora soy una persona de provecho para la sociedad. Me levanto temprano (antes de que salga el sol), me enfundo mi traje de corte italiano, me engomino el pelo, cojo el autobús, me tiro todo el día haciendo el gilipollas en una oficina más hermética que la cárcel, vuelvo a casa, me fumo un porro nostálgico, me duermo y vuelta a empezar. Ahora soy alguien. Ahora no robo ni mato ni asusto a las viejecitas ni a los niños ni a mi mismo. Ahora soy lo que se esperaba de mi desde un principio. Un cero a la izquierda en lo referente a capacidad económica y un número muy importante en lo referente a consumismo obligatorio.


Ahora debería ir a firmar, con el resto de familiares agraciados, la transferencia de dinero (que hará aumentar mi cuenta bancaria de manera descomunal) y, de bienes inmuebeles (que hará que hacienda me deje más chupado que el pito de Nacho Vidal en la próxima declaración de la renta). En la notaría. Todos con semblante serio y la billetera vacía más grande que hemos podido encontrar en los chinos.
Pero la cuestión es que, ahora, no puedo. No puede ser que después de una vida dedicada al hurto, a la extorsión, al estraperlo, a ser el más malo del barrio y parte del extranjero, a conducir los deportivos de incautos futbolistas sin demasiadas medidas de seguridad en sus casas, a montar un laboratorio para cortar todo tipo de mandanga en cualquier local sin dueño, a ser un buscavidas, no puede ser que ahora mi oportunidad para entrar en el selecto club de los más-de-seis-ceros-en-mi-cuenta-corriente sea así. Sin un subidón de adrenalina previo a la calma del inventario de billetes, joyas, electrodomésticos, ropa de marca, coches y camiones, polvos del demonio y otros botines de diferente índole en la casa de cualquiera del resto de golfos apandadores.

Ahora me viene a la cabeza mi padre. Ahora mi padre recogiéndome en el colegio con su mono azul repleto de grasa negra "Estudiar es de bobos, no conozco a nadie que se haya hecho rico sin hacer antes algo ilegal". Todos los días decía lo mismo cuando me subía a hombros de vuelta a casa. Llenándome los pantalones de unto negro como sus uñas. "¿Qué tal las notas?". Solía decir después mientras íbamos al bar de su cuadrilla. Toda la tarde apostando al mus. Ahora, por una vez, tengo que quitarle la razón. Una firma me separa del éxito capitalista, hacerse rico a costa del esfuerzo de otros.
Ahora me doy cuenta de que en otro momento, sin antecedentes penales quiero decir, nos habríamos encargado de hacer desaparecer a estos dos extraños que se dicen mi familia. Pero ahora ya no soy así. No lo soy.

Ahora el notario me acerca su pluma Mont-blanc para que entre en el mundo de verdad. La llave a mi ascenso social tiene el mismo color que la grasa del mono de mi padre. Ahora me veo en unos años. Más arrugado. Más gordo. Más rico. Más gilipollas. Más rodeado de chupópteros esperando mi muerte. Más aburrido. Más falto de emociones, de saber si llegaré a fin de mes, de si seré capaz de quitárselo todo a mi jefe, de violar a su hija, de notar mi corazón salirse del pecho, de los sofocones al dar esquinazo a un madero, de la jodida reinserción social.

"Creo que paso de firmar" Ahora el notario me mira con cara de huevo frito. Mis familiares, como si se acabaran de tomar un ácido lisérgico.

Ahora estoy sentado en el bar con mi cuadrilla. Ahora ya no esperan nada de mi. Ahora ya no soy así. Ahora bebo cerveza y me como unas patatas ali-oli.
"Órdago a grande" me dicen. Ahora me río y respondo "Y tres más".

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