Odio

Cómo odio ir en metro. Bueno, odio muchas cosas la verdad. Pero es que ir en metro es una de las cosas que más odio. Los miércoles por la tarde voy al centro andando, por evitar el maldito trenecito subterráneo, a mi clase de yoga. Después de dos horas de encuentro conmigo mismo en posturas tan dispares e incomodas como el guerrero, el perro cara arriba o el imposible cuervo no tengo demasiadas ganas de volver a casa andando por las avenidas infestadas (turistas alemanes con cara de cangrejo hervido, grupos de universitarios de pellas buscando un bar donde gastar la pasta del mes que le han enviado sus padres, curritos sudorosos y asqueados por tener que volver a casa a verle la jeta a sus cónyuges, familias numerosas con los niños gritando y corriendo y tocando los huevos a los demás viandantes y demás especímenes sociales a evitar por un soltero treintañero, solitario y resentido con el mundo) no me queda otra que bajar al infierno del subterráneo de Madrid.

Bajo con la cabeza mirando mis pies. Primero el derecho, después el izquierdo y vuelta a empezar. Intento no mirar a nadie directamente (nunca se sabe a quién se puede encontrar uno), no me siento al lado de ningún otro pasajero (pueden pegarme cualquier enfermedad, gripe A, atrofia cerebral, derechismo o alguna otra peor si es que la hay), si hay que esperar, otra de las cosas que odio es esperar, pierdo el tiempo estudiándome el plano del metro que desde que lo han cambiado no hay dios que lo entienda y lo único que quiero pensar durante el trayecto es que sólo son cinco paradas entre Santo Domingo y Cuatro caminos. Cinco paradas y punto. Se acabó hasta la próxima semana y puede, sí cabe la posibilidad, que la semana siguiente me vea con ganas de recorrer el camino de vuelta a patita.

Digo que quiero pensar y digo bien porque normalmente, no siempre, se sube en alguna de las estaciones alguien que pide dinero, otra cosa que también odio (puede que lo que más odie de montar en metro). Da igual, todos son iguales, un yonqui que vende pañuelos para agujerearse las venas o el tabique nasal, una banda de mariachis gritando rancheras, un parado, el que no puede trabajar por una operación a corazón abierto en la adolescencia y que se calla que recibe una pensión estatal, la rumana que lleva al niño a la espalda y desea "sorte" a todo el mundo mientras, por dentro, nos maldice, toda esa calaña, en fin, que se gana la vida sin cotizar, sin horarios y sin aguantar a un jefe tocacojones en los túneles. Esta gente no me deja pensar en que sólo son cinco paradas o puede que sean dos si es que suben en Quevedo. Me distraen. Aunque suba a tope el volumen de mi mp3 su voz se escucha de fondo -"Perdonen que les moleste, bla bla bla, pobrecito de mi, bla bla bla, denme algo...."- Una hostia me gustaría darles por tocahuevos.

Sólo hay uno de esos parásitos subterráneos a los que me gusta mirar. Una mujer. Y no es que sea guapa, su belleza es comparable a la de un culo soltando un zurullo enorme de mierda, no, no es eso. Tampoco es que sea elegante, joder, es una tía de algún país del este que me muera ahora mismo si por esos lares han oído hablar de la elegancia; creo que su concepto de la elegancia es algo así como que los dientes de oro, el bigote moruno, la parte de arriba del chándal y la de abajo de un traje de los años setenta es lo más en la Craiova`s fashion week.
No, si esta mujer me llama la atención hasta el punto de hacerme bajar el volumen de los auriculares y mirarle fijamente al broche de oro malo que lleva prendido en la solapa de su americana de segunda mano e, incluso, pararme a ver que coño tiene que decir, es por que canta muy bien. Tanto que alguna vez, en uno de esos momento que tenemos todos de falsa solidaridad, he pensado en decirla que podría ser su mánager y que si la llevo a hacer unos bolos por los bares underground de la ciudad, los que son frecuentados por gilipollas en busca de lo último en tendencias, podría dejar de vivir en una casa patera y comprarse un amplificador de verdad (no como el que lleva que es de juguete) y tendría pasta suficiente para comprarse unas cuchillas de afeitar y a lo mejor, solo a lo mejor no convendría que se creciese, podría pagar al chulo de su hija para que la dejara salir del puti antes de las cuatro de la mañana.

Todo eso estaría muy bien y yo me ganaría unas pelas. Además canta como los ángeles, si es que lo ángeles cantan porque supongo que en el cielo habrá muchas cosas mejores que hacer como tocarse los huevos mientras se toma uno una cerveza bien fría viendo los mejores capítulos de los simpsons que ponerse a cantar como idiotas. Enciende el amplificador y el traca traca de las vías del metro se deja de notar en el vagón. La voz no lleva el ritmo de la música. Y lo más chocante es que canta en su idioma con las erres muy suaves, casí como haches, y las eses arrastradas hasta el infinito. No desafina ni una nota (o eso me parece a mi) y cuando ella esta cantando no me cago en los muertos de la espe si el metro se para diez minutos entre estación y estación. Quizá es porque no entiendo ni papa de lo que dice la canción, quiero pensar que es una canción tradicional de la fiesta de la vendimia o algo así pero siempre termino pensando que son palabras sin sentido o algo por el estilo. Inventadas. En un idioma que sólo existe en su boca.

Y termina la canción cuando llega mi parada. Y me sonrié con su boca desdentada y extiende la mano esperando una moneda de su único espectador. Y yo me bajo sin hacerla caso. Ni de coña, pienso, seguro que se ha cagado en mis muertos mientras cantaba. Fijo. Además no veo el momento de subir de nuevo a la superficie y tragar un poco de aire contaminado, cogerme un menu en el mc donalds y a no volver a bajar al metro en una jodida semana. Con suerte alguna más.

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