Primera lección

Mientras mi madre curaba mi cara llena de cortes irregulares con alcohol, prurito y pus salen de las heridas, recordaba en voz alta lo que le dijo el psicólogo infantil. Antisocial. Paranoico. Violento. Sin conocimiento de la autoridad. Gilipolleces por el estilo. ¿Qué coño sabría él?, si por él fuera ahora estaría encofrando lo que quiera Dios que se encofre, o sacando carbón de una mina, o poniendo el culo en cualquier baño de cualquier Corte Inglés por unos euros de chocolate con los que no podría haber comprado ni crack de saldo en las barrancas. Gilipollas, eso es lo que era ese psicólogo, un gilipollas de tomo y lomo.
Mi santa madre me hacía un cabestrillo en el brazo derecho y leía en voz alta la nota que le había dado el director. Resumiendo, tres días sin clase, un mes sin salir al patio y a clase con los retrasados. ¡Todo eran ventajas! tres días de vacaciones, un mes sin ver a los apestosos niñatos comemocos y todo el mundo sabe que en el país de los tuertos el ciego es el rey, ¿o era al revés?¿y qué más da?.
La señora más paciente del mundo zurcía mis pantalones llenos de barro en las rodillas y rotos a la altura de las posaderas, me preguntaba qué había hecho mal conmigo, quería saber qué había pasado, qué cable se me había cruzado esa vez, qué iba a ser de mi cuando ellos faltaran. Joder, ¡demasiadas preguntas! ¿¡ Què coño quería que le contará!?, supongo que la verdad, la simple y llana verdad, la verdad de la boca de un niño, la verdad más verdadera.
La verdad era que odiaba a los demás, odiaba sus estúpidos y planchados vestidos de los domingos, odiaba sus potativas mochilas de Mickey mouse, odiaba sus saludos y sus despedidas, odiaba sus repugnantes cuerpos infantiles, odiaba su ingenuidad transparente, su falta de malicia, sus juegos de pelota y de chapas, deberían ser todos chaperos, malditos niñatos de mierda. La verdad era que ya había sobado el morro de alguno de esos zopencos, a otros les había roto las gafas mientras sus madres miraban llorando sin poder hacer nada (¡ y que hubieran tenido huevos!), a alguno le había robado la bici para desguazarla y pasearme con un monociclo y a los más suertudos les insultaba mientras les tiraba piedras camino de la iglesia. Santa casa donde nada vale, hábitat natural del monaguillo, sebomaloliente, que daba hostias como panes y que me odiaba, ¡a mi!, por ser vil y maligno a la par que peligroso con un punto de rebelde barbudo.
Cómo contarle que me había salido el tiro por la culata y la bala se me había clavado en el medio de la autoestima, cómo contarle que al verme entrar al colegio con mi ropita nueva como un estúpido niño de mamá ya me la había jurado, cómo contarle que le había estado esquivando como un puto cobarde toda la mañana por los laberínticos pasillos del colegio, como contarle que aticé con el extintor al conserje en toda la mollera y habían tenido que llamar al Samur, cómo contarle que había hecho comer de mi caca a dos desgraciados gafosos de los cojones ¡cómo les odio! y que lo volvería a hacer, cómo contarle que me metí en la sala de profesores y proferí toda una serie de insultos, todos los que sabía entonces, a la jefa de estudios, cara de perro aliento podrido, cómo contarle que había entrado en el gimnasio y había quemado el potro, elemento de tortura, y que habían ardido las colchonetas y que el fuego se extendió y ardió el recinto y hubo que llamar a los bomberos y cómo contarle que finalmente y una vez en el despacho del director le había amenazado con sodomizarle sin piedad en caso de que no me expulsara al menos tres días.
Lloraba ya la buena señora. Ausencia de respuestas. Y todo lo anterior me habría dado igual contárselo pero no pude hacerlo porque a la salida del colegio y con mi parte de expulsión ya firmado, finalmente, el monaguillo me encontró y me engancho del pescuezo y me revolcó por el suelo y me acaricío con sus puños y sus pies, divino angelito, y me asfixió con sus sobacos de pestuzo obeso infantil, y me arrastro por las calles del barrio para que todos lo vieran y me hizo lamer sus zurraspas de los calzones y me enseñó que siempre hay alguien más chungo que yo mismo. Mal y bien. Eterna disputa. Si hubiera ido a catequesis sabría que. ¡Valiente michelin hediondo!.
-¡Di algo cariño, por el amor de Dios!- espeto mi ángel de la guarda, infinita bondad de lazo sanguíneo.
grrs nnños jossdputa, smmprrrr jdendo!!!- respondí entre dientes, escocido aún por el daño moral inflingido por el maldito y voluminoso olor de mofeta podrida.
-¡Deja de decir tacos hijo mio, por favor!,¿qué educación te estamos dando?¡ tu padre te va a lavar la boca con Jabón de Lagarto! - Voz divina en mis enrojecidas orejas.
¡Y que malo que estaba el puto Jabón de Lagarto!

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