La importancia de ser importante

Déjame que te cuente, yo vivía en el barrio universitario en un piso compartido de tres habitaciones por cuatro personas, me levantaba temprano, esquivaba al vagabundo de la puerta del metro, me clavaba al culo la silla de delante del ordenador en la oficina, llamaba a mi madre por teléfono en horas laborales, rehuía la mirada hambrientoalcoholica del mismo pedigüeño de la puerta del metro, veía programas de cotilleo barato en la televisión de sobremesa, me echaba la siesta con los documentales de La Dos, iba a clases de inglés por las tardes y soñaba por las noches con irme a vivir a Nueva York. Los domingos por la mañana no iba a misa de doce y, por las tardes buscaba porno en internet.
Y de repente una mañana este mismo tarambana de todos los días de la puerta del subway se dirige a mi como se pudiera haber dirigido a cualquier otro y me suelta - ¡Dime con quién andas y te diré quién eres!, y siguió caminando como mi si nada hasta que cayó en su acartonado colchón y buscó a bofetadas con el suelo su botella de licor chino.
Me quedé aturdido medionoqueado ante la revelación del profeta, barbalarga piojoso. Yo siempre estaba solo, estaba cómodo así, no creía necesitar nada más, ni calor humano teniendo calefacción, ni amistades divinas teniendo la playstation con conexión wifi, ni amores profanos teniendo una vida tranquila y películas X a cascoporro en el Ares. ¿Con quién andaba yo? con nadie, por lo tanto, y siguiendo ese razonamiento, no era nadie. El también estaba siempre solo pero de vez en cuando le veía hablando con las apetecibles dependientas del Zara de la esquina o con el perezoso empleado de la tienda Vodafone con su polo rojo a juego con el local de trabajo e incluso alguna vez me pareció verle manteniendo un coloquio político-legal con unos agentes de la Policía Nacional, insensibles guardianes de la paz social. Todos en el barrio universitario le conocían. El era el peonza por su manía de dar vueltas sobre si mismo durante sus efluvios etílicos. Siempre solo, si, pero nadie se atrevería a decir que no era nadie.
Y me ví a mi mismo. Soledad siempre excepto por navidad y en Las Aguedas que iba al pueblo a ver a mis padres. No conocía a nadie, ni al fornido tendero de la frutería, ni al quiosquero charlatán, ni a la arisca cajera del Caprabo, sólo me era medianamente familiar la cara del agorero inquilino de la boca del suburbano. Mi invisible existencia no le importaba a nadie y en el fondo parecía no importarme ni a mi mismo. Así que tome cartas en el asunto, puse lo poco que tenía en venta en ebay y con lo que saqué me compré unos cartones de sangría de oferta, me deshice de todas mis tarjetas de crédito, de mi carné de identidad y del de conducir y me aclimaté a la vida del tangible perdido de la mano de Dios e intangible sin papeles. Destrocé mis ropas del Pull & Bear y del Bershka Men y salí a la calle con unos pantalones roídos por las polillas y una chaqueta de chándal del uniforme del colegio pequeña en talla y grande en valores anónimos.
Y ahora, ¡mirame!, soy un hombre nuevo. Soy autónomo, sin cotizar a la seguridad social. Encuentro comida en los contenedores de basura de los restaurantes, cada día un menú nuevo en sabores y familiar en olores. Me visto con la ropa que me dan en la iglesia, ¿has visto que chupa más guapa de Almani?. Duermo bajo el puente del río, ¡no sabes lo qué es una puesta de sol hasta que la ves desde allí!. Trabajo en la salida de un Sabeco, decido mi hora de entrada, mi hora de salida y hasta los días de libranza. Las ancianas me dan propinas y conversación por llevarles las bolsas de la compra a sus casas, ¡la de cosas que saben las jodidas!. Me abrigo por las noches con hojas de periódicos atrasados, vivo unos días por detrás del resto del mundo. Sara, la dependienta más apetecible del Zara de la esquina, me ha invitado alguna vez a almorzar con ella y hemos compartido banco, bocata, cerveza y cigarrillo de después. Iván, el empleado de la tienda Vodafone siempre vestido de rojo, está cansado de su contrato basura y de los móviles de última generación. Y la patrulla de policías de barrio siempre se queda un rato charlando conmigo cuando me ven e insisten en que vaya a un albergue a dormir, mi aspecto desaliñado desentona con el orden de la barriada. El tendero de la frutería me regala frescas naranjas y manzanas reineta por ayudarle a cargar las cajas por la noche en el furgón y el quiosquero me obsequia con los suplementos dominicales por evitar robos de ediciones vespertinas de diarios deportivos. Eso si, la antipática cajera del Capabro sigue sin dirigirme la palabra.
¿Y tú? ¿Cómo llegaste hasta aquí?

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