Eternamente efímero

La primera vez que la vi yo era un pipiolo veinteañero con rastros de acné reseco, poca barba, mucho pelo y una hormonas salvajemente desbocadas que me pedían sexo a todas horas. Ella era un año mayor que yo y mil años más independiente, vivía en un piso compartido, había acabado la carrera y tenía los ojos mejor conjuntados con el resto de la cabeza que jamás he vuelto a ver en ninguna otra persona. Desprendía, toda su cara, una sonrisa radiante que te cegaba los ojos si osabas mirarla directamente y que cuando dejabas de mirarla te hacía ver puntitos de colores, sobre todo verde esperanza y rojo pasión.
Hubo atracción a primera vista. No sé que la pudo atraer de mí, igual mi aire de ingenuidad o la velocidad a la que me bebía las copas con tal de perder la vergüenza lo antes posible y atreverme a abordarla. Ella era un ángel caído del cielo, tremendamente sexual, su escotado vestido dejaba a la imaginación lo suficiente como para mantenerme cachondo desde el primer momento que la vi hasta que nos despojamos de toda la ropa en su habitación ordenada maniaticamente. Pero hasta la escena de sexo salvaje paso toda una noche, una nochebuena fría y demasiado corta en la que Papa Noel me dejó unos calcetines vacíos de caramelos y un amor eterno y fugaz que me acompañará para el resto de mi larga y progresiva desecación.
Bebimos y hablamos demasiado, quizá demasiado para acabar haciendo lo que los dos buscábamos. Ella vivía a tope, sin riendas ni cadenas, se buscaba las lentejas como podía, no era como el resto de la gente que yo conocía, incluido yo mismo, que vivía aun bajo las faldas de su madre esperando a tener las suficientes pelotas como para tomar el timón o subirse al tren de la vida loca. Ella no había esperado, había salido sin brújula ni mapa en busca de nada en cuanto sintió la llamada de la selva, por aquel entonces no la iba mal, por lo menos hacía lo que le salía de los ovarios.
Salimos del local borrachos de alcohol y con el puntillo del próximo, cada vez más próximo, atracón de sexo. Cogimos, como dos borrachuzos inconscientes que eramos, mi pequeño y destartalado coche que había aguantado sin multas en una parada de autobuses toda la noche y pusimos rumbo a su casa.
Llegamos y nos pusimos unas copas bien cargadas y sin hielo. Ninguno de los dos quería dar el paso. Hablamos y hablamos y nos conocimos todo lo que el tiempo y la borrachera nos permitieron y como los dos estábamos emparejados con otras personas decidimos ser buenos e irnos a dormir separados pese a que eramos dos polos opuestos de un mismo imán. Al poco comencé a sentir frío y la pedí que me hiciera un hueco en su cama. Accedió. Dormimos espalda con espalda hasta que el sueño nos llevo a juntar los labios y las lenguas, a quitarnos las pocas ropas que llevábamos, a desordenar toda la habitación que ya desprendía olor a feromonas, a entregarnos a la pasión, a dejar de ser dos locos y convertirnos en un solo torrente de desenfreno sexual. Hicimos el amor como desconocidos y follamos como novios enamoradísimos, rompimos la cama con mis acometidas y sus saltos, los vecinos se unieron a la fiesta y gritaban (nosotros no escuchábamos, sólo eramos sentimiento). Entonces sonó su teléfono. Era su novio que venía a hacerla una visita matutina. Me vestí rápidamente y me fui sin despedirme, no intercambiamos teléfonos, ni direcciones de correo electrónico, ni tardes de otoño en el cine, ni mañanas de domingo en El Retiro, ni cañas en La Latina con los amigos, ni más noches locas en cualquier antro de la ciudad.
Salvo en mis sueños no la había vuelto a ver, hasta esta mañana. Esta mañana fui a ver a unos amigos a una urbanización de las afueras de esas que tienen todos los chalets iguales. En una de esas casas exactamente igual que la de mis amigos pero con otro numero en la puerta, ella aparcaba un monovolumen rojo y bajaba de él a dos niñas pequeñas que eran su viva imagen. No sé cuantos años han pasado desde aquella nochebuena, lo que sé es que ya no soy un pipiolo, que mis antiguo acné ya no es mas que unas pocas cicatrices de granos mal curados, tengo poco pelo y mucha barba y he domesticado a mis hormonas a base de obligada abstinencia sexual. Pero ella sigue igual, igual de angelical, igual de sexual e igual de infinitamente lejos de mi. Ha pasado mucho tiempo, tanto que ella me ha mirado pero no me ha reconocido y ha entrado en casa como si nada. Y yo, que la he tenido en todas y cada una de mis fantasías sexuales y familiares, en todos y cada uno de mis sueños de despierto y los de dormido, en todas mis noches de soledad y de compañía y en todos los momentos que mi corta imaginación me ha permitido, no he entrado en casa de mis amigos, he cogido mi pequeño y destartalado coche y he puesto rumbo a casa de mis padres a esperar a un tren que ya pasó y no quise coger, a la mesa puesta, la comida caliente, la ropa planchada y la cama hecha y vacía de ella.

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