Circus

Caminábamos bajo el calabobos que se metía en nuestros huesos y nos helaba los humores. Su cara rezumaba sensualidad y su pelo se pegaba a sus carrillos. Había un hotel, teníamos poco dinero, muchas ganas de desnudarnos y alguna idea para conseguirlo.

Ella había sido trapecista en El circo del sol. Yo tengo un sombrero. Cerca del hotel había un semáforo, ora verde, ora rojo, minimamente ámbar.
Deshilachamos mi empapado jersey y tejimos una cuerda. Nos llevó un rato bastante ameno entre risas y charcos. Uno de los cabos lo atamos al semáforo; el otro a la rama de un plátano en la otra acera. Arrancamos una rama larga que ella usaría para mantener el equilibrio. Sin red. Sin dinero. Sin vergüenza. Una locura más.

Cada vez llovía más fuerte. Piel que no abriga, que cala. Pensábamos en la ducha caliente en el cuarto piso del hotel. En ponernos a secar al lineal calorcillo de los radiadores del baño. En sacar algo de dinero.
Al poco de que ella se subiera descalza a la cuerda y empezara con su espectáculo funambulista, la multitud se agolpó con sus paraguas a admirar sus piruetas y tirabuzones. Parecía un delfín ágil, mojada y simpática ante su público. Cada parada del semáforo una pirueta, decenas de ojos mirando embobados. Mortales, mortales invertidos, hacía el pino sobre el filo del abismo y, un segundo antes de que el semáforo se tornara en libre, cual Nadia Comanecci, daba tres mortales hacia atrás un tirabuzón y caía con esa gracia única de los olímpicos. Se escuchaban aplausos. Clap clap clap. Yo pasaba el sombrero con una sonrisa de oreja a oreja dando las gracias y reverenciando a la artista.

Pese a admirar el espectáculo bajo la lluvia casi nadie se rascaba los bolsillo y el que lo hacía era para encestar unos céntimos. A ese paso debería hacer millones de piruetas antes de que pudiéramos pagar esa ansiada y rehabilitante habitación.

El crepitar de los truenos y la cada vez más escasa presencia de aficionados a los espectáculos circenses callejeros nos hizo ir un poco más lejos. Me subí al cable rojo en que se había convertido mi jersey. Gotas de sangre hacía el suelo. La lluvia lo envolvía todo. No pasaban coches. Sólo teníamos un atento posible donante. Teniamos que hacer el gran número. Nos separariamos lentamente (mi sentido del equilibrio no es muy bueno que digamos). Ella se lanzaría hacía mi en plan Dirty dancing. Yo sólo tenía que impulsarla hacia arriba. Ella haría un carpado quitándose la camiseta a modo de muleta y caería al suelo justo cuando yo me dejara caer en sus brazos. Algo espectacular como fin de función. Lo nunca visto en el Paseo de gracia. Dormiríamos en la misma habitación.
Empezábamos a separarnos y mis rodillas castañeaban. Su mirada segura. Mis ojos entornados con fuerza en las comisuras. La cuerda resbalaba lo justo para hacerme sentir aun más inseguro. Hotel, hotel, hotel. Abrí los ojos y su silueta entraba en ellos a la misma velocidad que la lluvia. Subí los brazos por inercia, sin saber muy bien lo que hacía. Encajó en ellos y extendí mis codos a modo de muelle. Ya estaba quitándose la ropa. Olé. Realizo la cabriola y cayó encima de un charco. Trastabillo. Yo caía sin remedio.

Despertamos en una habitación. Una habitación para nosotros solos. Cálida. Estábamos secos.
Pijamas azules. Ella preciosa con la pierna enyesada en alto. Yo con tres costillas astilladas en los pulmones. Mi sombrero con suficiente dinero para dos noches de hotel. En buena hora.

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