Analójica

El móvil. ¿Dónde estaba entonces?. Supongo que la cigüeña ya venía de vuelta de París con el invento de las narices en su hatillo. Llegaba tarde.
Hace unos pocos años la puerta de el sol no era muy diferente a hoy en día un sábado a media tarde. Su reloj, sus loteras, su corte inglés, sus hombres anuncio, sus chaperos, su oso y su madroño. Es más que probable que lo único que echáramos en falta, si pudiéramos mirar por un agujerito en el tiempo pasado, fuesen los móviles. Entonces nadie llevaba móvil.
En la puerta del sol, frente a la estatua del símbolo de Madrid (¿por qué un oso? ¿por qué no una zanja ó un político corrupto?, en Madrid hay más de estas dos últimas cosas que osos, seguro). En aquella época, decía, quedábamos siempre allí. Conocías a alguien, te gustaba, le gustabas. Paseo por Preciados, bocadillo de calamares, besos furtivos en los soportales de la Plaza mayor. Si había dinero siempre la llevaría a ver una peli a los cines de callao; y si no, podía intentar robar un disco en Madrid Rock y quedar como un autentico forajido a los ojos tintineantes de ella.
Y esa tarde. Esa tarde no llevaba móvil, recalco que aun no existían. Era La Tarde. Mi primera cita. El reloj anunciaba las seis. Esperaba en la esquina de la calle del carmen apoyado. Miraba al mimo de turno, a la gitana que pedía limosna a gritos. Las mariposas de mi tripa a punto de salir por mi boca. Y diez, los quince minutos de rigor a punto de caducar. El metro funcionaba peor que hoy así que decidí esperar un poco más.
Si hubiera llevado móvil la habría llamado -¿Te queda mucho?, finiquitado; y si no lo hubiera cogido a la cuarta llamada habría vuelto a casa con los ojos llorosos, las mariposas muertas repitiendo en mi garganta y con ganas de cagarme en su puta madre. Pero no llevaba. Y el caso es que aquella chica parecía diferente (como todas). Y media, las citas de los demás van llegando, se besan apasionadamente y se van de la mano hacía cualquier calle de las que empiezan en el kilómetro cero. Y yo esperando. Había unas cuantas cabinas, podría llamar a su casa -¿Está Rocío?- Tan simple como eso, pero si dejaba mi puesto de vigilancia y ella llegaba y no me veía, se iría. Su sonrisa era real y transparente, confiaba en algún imprevisto. Podría haber equivocado la hora, se podría haber quedado dormida o, incluso, se podría haber muerto su abuelo. Las ocho. En el estomago ya sólo tenía cuervos, cuervos deseando sacar los ojos de alguien, el caso es que parecían sinceros. Algunos enamorados fugaces ya volvían de su caminata por las callejuelas con los labios enrojecidos y una sonrisa de pavo petrificada en sus asquerosamente felices caras.
Las loteras recogían, los chaperos se dejaban tocar por viejos verdes, el mimo seguía sin moverse y ella, sin llegar.
A las nueve encendieron las farolas, llegaron algunos vendedores ambulantes. Empecé a pensar en abortar la misión. En casa me esperaban. La cena en la mesa. Un mensaje habría acabado con mi espera ¿a qué número me lo enviaba?. Las diez menos cuarto. Desistí. En la cola del autobús especulaba con su situación: un atasco en la M30, alguien la habría tirado a la vía del metro (lo tendría merecido por impuntual), la habrían detenido por guapa. Estaría con otro. El bus zarpó dejando atrás nuestro lugar de encuentro. Sólo quedaban turistas con cámaras y ladrones sin ellas (aún).
Llegué a casa y no cené, ni dormí, ni volví a quedar con nadie en un lugar tan concurrido.

Ahora cuando suena el politono de Mélody en mi teléfono y no conozco el número del display suelo pensar que es ella. Y lo cojo. Y no es. Y sigo dándole vueltas; se encontraría a una antigua amiga y no la pudo dar esquinazo, tenía un examen al día siguiente y sus padres no la dejaron salir, estaría castigada. Aún me queda la duda.

1 comentario:

  1. Cada vez que leo uno de tus relatos mi inconsciente empieza a carburar por su cuenta y va enviando unos cuantos mensajes a mi lado consciente: "¡Qué bien refleja la realidad!; ¿de dónde sacará tantas ideas?, de la observación, como todos, pero qué bien observa este tío; ¡qué frescura al narrar!; ¡con qué facilidad capta mi atención!; etc.

    Intento acercarme objetivamente a tus textos para que el especial aprecio que te tengo no interfiera en la consideración final de la lectura. Es muy probable que no lo consiga en su totalidad pero aun así, querido Sergi, me encanta leerte.

    Un abrazo enorme, colega.

    Q.

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