La buena vida

Una vez más de vuelta al tajo. Estoy hasta los cojones. Podría ser un día normal, pero no lo es. Hoy estoy de vuelta de un mes y medio de baja. Tranquilamente. Sin problemas -¡Hijo, las doce!-¡yayaya! zzzz-. Estar dormido, ese gran invento. El colchón de látex.


Entrar a este antro maloliente. Retroceder unos años, estamos en el patio. Sólo la bofetada de sobaquera que bofetea mis orificios nasales me produce unas nauseas. Una tripa grasienta. Un apretón. ¡Al baño!. Buah, regalazo para la de la limpieza. Le he puesto un lacito.

-¿Estas ya mejor?- me pregunta mi superior directo, un tío gordo, bajito, con olor a cebolla pasada saliendo de su boca permanentemente.

-Desde que he entrado aquí me siento otra persona- respondo con cara de psicópata. Es la verdad. Soy otra persona. Alguien con ganas de matar, con ganas de acabar con la opresión del trabajo mental de parecer alguien que no soy, con ganas de dejarle un regalito en la cara a este mamón. Con ganas de Kale borroka en la oficina. Podría quemar los archivos físicos como si fueran cajeros automáticos, volcar las mesas con los ordenadores encima cual autobuses públicos, pegarle un perdigonazo asalivado verde y viscoso a la bigotuda de mi jefa de departamento en la nuca. Podría hacer tantas cosas que creo que me aplicarían la Ley de partidos e ilegalizarian mis ideas sobre esclavitud moderna en oficinas cerradas, malolientes y con cada vez menos gente recogiendo algodón en ellas. Encima pagando su crisis.

Bueno. Al grano. Son ocho horas. Sólo ocho horas. Ocho largísimas y desesperadas horas. Ocho horas que pueden acabar conmigo en la cama reventado de currar, con algún cliente enviando una queja por escrito via mail sobre mi actitud hacia su insignificante problema, con algún compañero en el hospital o incluso con otra visita al medico para prolongar mi periodo de bajaciones forzosas debidas al estrés y la ansiedad que me provoca verme convertido en un número negativo más.

Llevo ya veinte minutos que me han parecido como tres meses. Un par de clientes se han acordado de las tumbas de mis familiares. Otros cuantos de mi santa madre. Y la inmensa mayoría han visto como ponía a toda su familia en un inmenso montón de basura. ¡A la puta mierda!.

Recibo una llamada por linea interna. La bigotuda de mi jefa quiere verme en su despacho. ¡Genial!. Puede que por fin resuelva mi gran duda: ¿Es lesbiana o un transexual no convencido del todo de hacer de su chochito un micropene?. Nunca he estado tan cerca de ella. Huele a tabaco y naftalina. Es una puta polilla con esa tez polvorienta, arrugada, con esos pelos en el bigote más poblado que un campo de refugiados sudaneses y debe comer naftalina pero no palma. Bicho malo nunca muere.

-¿Cuánto tiempo llevas con nosotros, Alberto?- se relame con su lengüecilla de insecto el mostacho que yo no puedo dejar de mirar.

-Demasiado. Supongo.-Contesto mientras me pregunto cuánto tiempo tendría que estar sin afeitarme para lograr tener algo de ese estilo bajo mi nariz. Mucho. Muchísimo.

-Hoy se acaban tus días aquí. Este es tu finiquito y estos los papeles del paro- Me extiende unos impresos que cojo como si estuviera ganando la medalla de oro en la marathon de los Juegos Olímpicos de Atenas. ¡Por fin!. - Creemos que eres una mala influencia para el resto de compañeros, no te lo tomes a mal, todos te tenemos mucho cariño- ¡Joder! y yo a ellos, coño, y yo a ellos. Con toda esta pasta y los dos años de paro que tengo por delante... Tengo ganas de llorar de alegría y hacerla sentir a ésta, o éste, o lo que coño sea que me siento afligido y sin ganas de vivir. Pero no me sale ni una lágrima. Por fin después de años y años encerrado aqui me piro. Me piro con un hijo de madera. Me piro con un cheque de una cantidad de pasta superior a toda la que ha visto mi cuenta corriente jamás y con el subsidio de desempleo esperándome. Por fin me siento valorado. Playa. Montaña. Ciudades imperiales. Subiré a la torre Eiffel y pasearé en un crucero por el Mediterráneo. Iré a todos los parques de mi barrio a beber litros de cerveza. Dejaré de visitar descampados de tres estrellas con mi novia; iremos a hoteles. Veré todos los partidos en cualquier bar. Todo el día rascándome los genitales. Es el día más feliz de mi vida desde mi comunión.

-Supongo que un trocito de mi se queda en está empresa- Le digo a mi, ahora, queridísima jefa. Sonrió un poco y pienso: Por lo menos hasta que limpien los baños.

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