El ojo del huracán

En la plaza de Gibraltar. Parecía que hubiéramos atravesado una frontera de miles de kilómetros. Todo el Sol de la bahía de Algeciras se quedó en la alambrada y sobre nosotros había un nubarrón amenazante enganchado al peñón y otro, sobre nuestra relación. Éste último era el peor de los dos.
Desde hacía meses una tormenta tropical se había instalado en el salón y no había quién la sacara de allí. Llovía tanto. Hacía tanto viento con rachas huracanadas del sur. Arrastraba, tal cantidad de basura y desperdicios. Que vivía esperando los múltiple ojos del huracán (falsos momentos de calma). Oía su voz racheada entre insultos y truenos. Los escombros de las casas derribadas se me clababan en el cuerpo como si fuese una diana y alguien los estuviera tirando con puntería olímpica. Y, en cuanto podía, me limitaba a poner parches en los desperfectos antes de una nueva acometida.
Pues en la plaza se respiraba ese ambiente de calma que siempre precedía a la tempestad y además, esta vez, se adornaba con aquella nube espesa y negra.

-¿Un fish & chips?- pregunté quitándome las gafas de sol y poniéndome el chubasquero.
-Na, prefiero Burguer-king-me respondió mientras miraba la nube y aplacaba la lluvia mañanera.
Asentí. No tenía ganas de jaleo. Sólo quería pasar un buen día. Como ella siempre decía -Lo que nos hace falta son unas vacaciones fuera de España-. En ningún otro lugar de la península había visto fish & chips pero más vale un buen whopper que una discusión sin sentido.

Cambiamos dinero y nos dio la impresión de estar aún más lejos de España. Y su cara expresaba alegría. Y la mía una inmensa tranquilidad. Nos cogimos de la mano. Hacía meses que no lo hacíamos. Estuve a punto de decírselo. Pero no quería problemas.

Nos sentamos a la fresca en la terraza del burguer. Entre guiris en su país y gente, como nosotros, que sólo estaban allí como el que va a un parque temático.

-Luego podemos subir a ver a los monos- propuse. Ya que se la veía de buen humor quería aprovechar.
-Luego ya veremos- Al menos no me insultó.-Quiero comprar tabaco y alguna botella.-dijo mientras deboraba la hamburguesa como si fuera genuinamente inglesa.

La plaza estaba llena de pajaritos. De esos marrones. Lo cierto es que no sé cómo se llaman. Normalmente suelen ser bastante asustadizos. Pero hubo uno que se acerco a la mesa. Se subió por su lado y la dio un susto de muerte (por un instante temí no estar preparado para un embate).
Entonces cogí una patata frita y se la ofrecí al pajarillo que se acerco y empezó a picotearla. Como si estuviera domesticado.

-¡Déjame a mi!-me dijo con esa vocecilla de niña que tanto me gustaba. Ésa que le hacía verse tan desvalida y a mi sentirme útil (no sólo para reparaciones).

Acerqué mi mano a la suya, con sumo cuidado, y ambos le dimos de comer. El chiquitín se iba y venía a nuestra mesa, como llamando a todos sus amigos-¡eh! comida gratis- Cada vez cogía más confianza y nuestras manos estaban más apretadas.
Ya no mirábamos al pájaro. Nos mirábamos. El uno al otro. Como cuando nos conocimos. Y aún no conocíamos el ciclón que se nos venía encima.

-Hoy estás muy guapo- me dijo sonriendo mientras nuestra alada concubina se iba con su ración de fécula.
-Tú siempre lo estás. ¿Qué te daba de comer tu madre de pequeña? Le quiero dar lo mismo a nuestros hijos.-

Nos levantamos. El pájaro estaba empachado y ya no vino más.

Fuimos a una licorería y compramos unos cuantos cartones de tabaco. Apagamos los teléfonos. Nadie se iba a meter en nuestra vida ese día. Nos tomamos unas pintas con unos paisanos gibraltareños que no hablaban ni papa de español. Dimos una vuelta por Mark & Spencer (compramos unos jabones, unos spaghetti precocinado y galletas de mantequilla). Estuvimos apostando en las casas de apuestas de la zona; no teníamos ni idea de qué caballo era favorito en la sexta, ni de qué demonios era la sexta. Nos besábamos en cada esquina en que parábamos. Gritábamos ¡Gibraltar español!. A sabiendas de que si hubiéremos estado en España posiblemente no nos hubiéramos dirigido la palabra en todo el día. Cada vez que pasábamos por la plaza buscábamos a nuestro pajarillo, pero para mi que estaba en la uvi con una obstrucción intestinal.
Subimos a ver a los monos. Y corrimos como gazelas de nuevo al coche una vez empezamos a hacerles un pelín de burla (como corrían los jodios).

No llovió en todo el día. Yo llegué a olvidar las dos borrascas amenazantes. Hicimos el amor en el parking de al lado del aeropuerto.

-Te quiero- me dijo justo antes de dormirse en el coche de vuelta al apartamento en Marbella.
-Y yo a ti. No sabes cuánto- estábamos saliendo de la roca. La lluvia empezaba a caer fuera del coche.

En la frontera nos hicieron parar y nos pidieron los carnés de identidad. Tuve que despertarla.
Entonces ya no solo llovía fuera. Adiós Reino Unido. Hola mar Caribe.

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