Relatividad

Su amor duró aproximadamente cinco minutos. Esto es: el tiempo suficiente para que abriera su puerta y la empujara dentro de la casa como al carrito de la compra y estrujarla contra la pared en un beso de lapa húmedo y sabroso. Se fueron a su cuarto y bajo la atenta mirada del Che y la estantería llena de manuales y números atrasados de el jueves la estampó contra el colchón y se lanzó hacía ella en salto felino que estampó sus poderosas zarpas a ambos lados de la cabeza de su presa. Se miraron en deseo y él destrozó la ropa de ella como poseído por el espíritu de Hulk Hogan -¡A tomar por culo la falda!, ¡vuelan los botones!, ¡fuera los calcetines!, ¡déjate querer!, ¡coño!. Succionó su sangre clavándola en el cuello los caninos, afilados como su berga, amorató su piel y mordió sus labios de arriba y, de vez en cuando, los de abajo. Acarició cada milímetro de su espalda pecosa, montañosa por delante y suave de cremas y lilimentos. Su lengua actuó de aguja haciendo pequeñas y dolorosas y placenteras incisiones de piercing a lo largo de sus orejas. Las sábanas empapadas de sexo, de saliva, de romanticismo, de nada o de todo. ¿Y qué?; y entonces le dejó hacer a ella. Y ella, ¿qué más daba?, no quería que aquella boca succionara su miembro, no tenía ganas de más besos, no necesitaba sentirse dominado ni por un instante. El mandaba. Su mirada lo decía, sus gestos lo indicaban, su erección lo suplicaba. La hizo dar la vuelta con una perfecta llave de judo y la penetró sin hacer pregunta alguna, sin pudor y sin protección alguna. Con todas las ganas que le imponía su riñonera. Con urgencia. Con un solo propósito. Propósito que llevo a cabo a la tercera embestida o, puede, que al final de la segunda, momento en el que expulso su chorromoco dentro de ella y se relajó en la cama, bocarriba con los miembro en equis. Ella fue al baño, se lavo los interiores, se vistió y se fue.
Cinco minutos, aproximadamente, lo mismo que tardo en fumarse un cigarrito nada más escuchar la puerta cerrarse. Cinco minutos.

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