Maquillaje

Hasta aquel día. El día que la cagué. Todo era perfecto cuanto menos para mi. Para ella. Ella.
Ella se desvelaba entre gruñidos y golpes al despertador y se daba la vuelta hacía mí y se me enlazaba con las piernas. Yo estaba alerta ya al sonido de mi móvil, medio dormido-medio durmiéndome, disfrutando del calorcillo de su roce.

Ella solía atusarse con la puerta del baño abierta antes de ir a trabajar. A mi me encantaba mirarla desde la cama tumbado y desnudo después de un polvo suave, entre dormido, consciente a medias. Oía lo que sonaba e imaginaba lo que veía.

Yo no trabajaba, pretendía vivir del cuento. De los cuentos, de mis historias, de mis tontunas.
Ella era camarera por las mañanas y stripper por las tardes. Hiperactiva desde pequeña (Judo, voleiball, inglés y natación los viernes). Ninfómana desde la adolescencia. Trabajadora desde que me conoció, hace un par de años; ó ella ó yo pensé cuando la conocí y como siempre tiré por mi.

Ella se alisaba el pelo con parsimonia, entreteniéndose de más en los mechones marrones del flequillo.
Ella se pintaba la sombra de los ojos de azul cielo, oscuro en invierno; rimel negro como mi alma de aprovechado; pote Channel inferno a capas como su pelo, como nuestra relación, como la vida misma. Los labios de un rojo intenso que daban a su beso de despedida un intenso color a fresa.

Ella se iba. Ya no volvía hasta bien entrada la noche, cansada de bailar, de poner cafés, de ser piropeada por los mismos borrachos todos los días, de llegar a casa y encontrarse con otro. Con otro al que encima mantenía y que decía se dedicaba a escribir y que no ganaba ni un duro pero gastaba más que un niño tonto. Pero todos los días, Ella, volvía y me tapaba por la noche con la manta cuando yo ya había caído frente a una hoja en blanco y roncaba como un ciervo en la berrea.

Hasta aquel día. El día que la cagué. Ese día, ese día Ella se fue, como todos los días hasta aquel, después de un buen despertar sexual, dejándome treinta euros en la mesa del salón, arreglándose presumida hacia mis ojos, dándome un beso de fresa.
Aquel día, después de aquel beso. Seguí echándome la siesta. Me desperté a las tres de la tarde. Bajé al bar de la esquina, el bar de siempre, con su barra, su café y su Tute. Me pedí una tostada y un cola-cao y ojeé el Marca. Vi el final de las noticias apoyado en la tragaperras. Y ordené un pincho de tortilla, con una caña, mientras miraba el tiempo.

Llegaron los chavales. Que me creían un bohemio, un modelo, buen escritor. Una imagen en su espejo.
Empecé a alardear de mis obras (nunca publicadas). De mis experiencias vitales (inventadas). De mi trabajo (parásito de ella). Hasta que llegó su amiga, ya me habían avisado de que vendría alguien nuevo a la tertulia pero no me dijeron cómo era: piel de serpiente, suave y cambiante; ojos felinos, verticales y deslumbrantes; olor a hembra en celo, sugerente y agrio; sonrisa de puta, barata y desdentada; ganas de sexo, mutuas y fáciles; juventud en sus piernas, tersas y largísimas.
Era escultora, tanto como yo escritor. Quiso esculpir mi cara (tenía carisma entonces). Aplacé la sesión de pseudoescritura para el día de pasado mañana.
Y mañana. Mañana vino a mi casa después de que se fuera Ella. Yo ya la había cagado.

Me embadurnó la cara con barro, o plastelina, o yo qué sé qué era. Y se me acercó. Y la agarré por la cintura. Y me la acerqué. Y la besé con pasión, con fuerza, con ganas, como si nunca hubiera besado a ninguna otra persona. Y la aplaste la espalada contra la pared. Y le hice daño y le gustó. Y bueno, ya sabéis, la llevé a la habitación conyugal y la desnude, y la estrugé, y la chupé, y la recité alguna idiotez de Bécquer, de Dylan, de Robe. Y...
Y se abrió la puerta. Y entro Ella. Y nos miró. Y quise decir que no era lo que parecía. Pero: es que no es lo parece, no era la frase.
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Ella metió en una bolsa del Hipercor un par de mudas, cinco camisetas, dos pantalones piratas, sus gafas y unos pocos libros. Se me acercó. Me dio un beso con rugosidad de fresa. Dejó sus llaves sobre la mesa del salón y se fue.

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