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Hace ciento treinta y siete días que no la veo. Todos los días, hasta hace ciento treinta y siete, la veía en el metro. Nos subíamos y nos bajábamos en la misma parada, mañana y tarde.

La primera mañana que la vi no la hice mucho caso, la verdad. Era lunes de hace seiscientos noventa y dos días y el fin de semana había sido lo bastante duro como para tener aun algunos achaques de resaca solteril, aun así la vi y tuve la impresión de que algo dentro de mi se movía como nunca antes lo había hecho.

Por la tarde, y ya de vuelta a casa, mientras esperaba en la estación, ahí estaba ella y entonces entendí esa sensación que me había acompañado durante todo el día. Mi ciclo vital ya no solo se reducía a nacer, crecer y morir, ahora acababa de saber que existía la persona con la que me quería reproducir.
Todos los días durante los veinte minutos de trayecto que compartimos durante quinientos cincuenta y cinco días me preguntaba qué podría haber cambiado dentro de mi, por qué no podía dejar de mirarla embobado, a veces de una manera realmente obscena. Y seguía sin entenderlo.
No es (porque para mi sigue sigue y seguirá siendo) una chica guapa, más bien todo lo contrario, es bajita, un poco regordeta, estrábica, con unas enormes gafas que ocultan sus maravillosos e ínfimos ojos de color invierno frío, una leve sonrisa de rata con sus pequeños dientes amarillos relucientes como el sol, sus movimientos lentos y torpones, como si a cada paso fuera a acabar en el suelo. Su aspecto deja mucho que desear, su magnifica cabellera de potro salvaje parece no saber lo que es un peine, repite ropa muy a menudo, sobre todo esa preciosa falda de floripondios que traía la primavera al gris del metro matutino. Desde ese día, desde ese día vivía para esos veinte minutos de trayecto.


Poco a poco, y casi sin darme cuenta, empecé a preparar nuestro próximo futuro juntos. Empecé reformando la casa, necesitaríamos, como poco, una habitación más, íbamos a tener varios hijos y nuestra habitación tenía que ser más impresionante que un bungalow sobre en Indico. Continué pidiendo un aumento de sueldo, ahora que iba a ser padre no me lo podían negar. Compraba revistas de decoración y visitaba el Ikea a menudo. Las revistas de futuros padres me enseñaron cómo se cambia un pañal y hasta la temperatura óptima para el baño de nuestro pequeño Pablo, que sería el primero de muchos más.

Más tarde deje de salir los fines de semana, tenía que estar preparado para mi futura vida de marido y padre serio y responsable. Mis amigos no daban crédito, precisamente yo, el más calavera de todos, el que no quería compromisos, que odiaba a los niños y a las parejas estables. Les costó pero respetaron mi decisión, ya sólo me llaman para bautizos, comuniones, bodas y funerales, como se espera de unos amigos de toda la vida una vez que maduras y haces las cosas con la cabeza.

Empecé a buscar nuestra casa de los fines de semana, en la sierra como Dios manda, allí disfrutaríamos de nuestros fines de semana, sería nuestro nidito de amor, cuando mis suegros o mis padres se quedaran con los niños, y allí pasaríamos nuestras vacaciones invernales (Para las estivales cada año iríamos a un sitio diferente, nos esperaban, Marruecos, Indonesia y Las Sheyschelles). También busqué perros y gatos, una familia no es nada sin si animal de compañía.

Incluso dejé reservado el viaje de novios a Zanzíbar.


Así todo, el día quinientos cincuenta y seis estaba preparado para hablar con ella y decirle todo lo que sentía, contarle todos nuestros planes y empezar nuestra pequeña relación de anécdotas que tanta gracia nos harían unos años después.

Pero ese día no apareció. La primera semana pensé que estaría enferma y no podía ir a trabajar. A partir de la segunda, empecé a ponerme nervioso y no dormía por las noches. En la tercera, empecé a serla infiel en las infernales noches de excesos hace tiempo olvidadas. La cuarta semana fui consciente de que no la volvería a ver, nunca volvería a verla aparecer por el anden de la linea cuatro con su libro de autoayuda semanal, me quedaría con las ganas de decirle que nunca más los necesitaría, que hay estaba yo, que nos íbamos a querer siempre y que la felicidad saldría de nuestra casa con la fuerza de un alud en el Himalaya.


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