El descubrimiento de Europa

Cautemoch baja corriendo la empinada escalera del templo Mexica de Tlacaelel, hábilmente llamado hoy día pirámide azteca por historiadores y agencias de viaje, atraviesa como un rayo los extensos y dorados campos de maíz, hábilmente llamados hoy día biodiesel por políticos y economistas, sus zancadas hacen caer algunas hojas de los arboles de tabaco, hábilmente llamado hoy día veneno por oncólogos y fabricantes de chicles de nicotina. Finalmente, jadeando y con la lengua fuera, vislumbra a lo lejos, allá donde el mar y el cielo pierden sus nombres para llamarse simplemente horizonte, las tres naves que se acercan.
No hay duda, hoy es el gran día. Cautemoch recupera el aliento, se frota los ojos no acaba de creer lo que ve, siempre se mostró escéptico ante las enseñanzas del sumo sacerdote Totocapetl. El tenía razón, él nunca se equivoca. Predijo las señales, la erupción del volcán Toahiuk de hace siete lunas, el eclipse solar de hace una y la maravillosa lluvia de estrellas de anoche.. Todo estaba escrito. Estaba escrito en las columnas de los templos y lo decían también los calendarios solares. Pero esas escrituras sólo podían ser leídas e interpretadas por Totocapetl y si Cautemoch hubiera osado leerlas o interpretarlas, al no pertenecer a la clase sacerdotal, habría visto sus ojos reducidos a cenizas. Era por eso su escepticismo, ¿cómo creer a Totocapetl?, ¿quién sabía que él tenía razón?.
Hubo unos cuantos, más escépticos aun que Cautemoch, que un día decidieron dejar de esperar a sus ancestrales dioses, de nombres impronunciables pero tremendamente musicales, que infundían miedo y temor a todos los Mexica sin excepción. Y se fueron al interior y fundaron una gran ciudad, de nombre también impronunciable pero cuya musicalidad le hace recordar, a Cautemoch, al sabor de los mangos recién cogidos o de una buena infusión de chocolate. Estos renegados hoy iban a pagar por su falta de Fe. Mira que creer que nuestro buen y cruel dios Queztalcoatl se ha reformado. Y mira que creer que cuando regrese vendrá a traer prosperidad y poder a la ciudad de nombre impronunciable pero tremendamente musical cuyo nombre ahora le recuerda, a Cautemoch, al sabor de los tubérculos y de la miseria. Y mira que creer que vendrá convertido en un Mexica más (sin plumas de colibrí, ni dientes de jaguar o escamas de serpiente), eso si más alto, más pálido y sobre todo con pelo en la cara. ¡JA!.
Cautemoch ahora siente remordimiento por no haber creído del todo a Totocapetl por aborrecer, en parte, los sacrificios humanos y animales, por no sentirse parte del pueblo elegido. Supone que todos han sentido alguna vez esa sensación de vacío que oprime la boca del estomago y que es síntoma de falta de Fe y que lleva a plantearse todo lo establecido por las sagradas escrituras y el mismísimo firmamento. Tampoco era una falta total de Fe, eso lo tendrán en cuenta seguro. Suele asistir a los sangrientos sacrificios de esclavos y ganado, y también observa ensimismado los partidos de pelota que honran a los que les crearon, y siempre cumple religiosamente con la cantidad de víveres, impuesta por Totocapetl como ofrenda, cada media luna.
Todos y cada uno de los Mexica han estado esperando este momento desde el principio de los días.
Por fin vienen los dioses de nombres impronunciables pero tremendamente musicales. Por fin vienen a buscarles. Y agradecerán toda la sangre derramada por ellos, exterminando a todos sus enemigos. Y serán muy felices cuando vean los enormes y lustrosos templos que han construido sus esclavos para honrarles y por eso les llevarán con ellos a su autentico lugar de origen, Chicomotoz, el lugar de las siete cuevas, donde nadarán en la abundancia de manjares y las vírgenes sacrificadas les esperan para acabar de una vez con su eterna virginidad y todos los días habrá barra libre de ambrosía y mezcal.
Los dioses sabrán agradecer la enorme dedicación que los Mexica les han ofrecido, el no haberlos olvidado nunca y el no haber esperado más que su regreso.
Cautemoch observa como de las tres naves han bajado muchas más, más pequeñas y éstas se acercan poco a poco a la orilla del mar, hábilmente llamado hoy día resort vacacional de lujo en el Caribe por empresarios y caciques locales, donde espera todo el pueblo. Expectante. Casi todos vestidos al uso de los dioses, unos llevan plumas de colibrí en los cabellos, otros máscaras que les dan aspecto de feroces jaguares y los más atrevidos muestran orgullosos sus tatuajes de escamas de serpiente.
Ahí están ya, a menos de quince pasos. Los dioses desembarcan y se acercan a los Mexica, hábilmente llamados hoy día indígenas por colonos y viajeros.
Se hace el silencio. Cautemoch empieza a sentir esa sensación, olvidada hace horas, de opresión en la boca del estomago que se hace aun más aguda cuando ve de cerca a uno de los dioses. Parece un Mexica más (sin plumas de colibrí, ni dientes de jaguar, ni escamas de serpiente), cualquiera de ellos es más alto y más pálido que Cautemoch y además tienen una asombrosamente espesa mata de pelo recubriendo sus pálidas caras.
La sensación de Cautemoch se hace mucho más aguda, incluso le hace caer de rodillas al suelo. Le viene a la cabeza sin saber por qué la ciudad de nombre impronunciable pero tremendamente musical que ahora le recuerda, a Cautemoch, al sabor del ají picante y al de nopal con espinas.

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