Soy un monstruo

A mi no me hace falta la luna llena. Ni la luna, la verdad. Porque yo mismo soy, a ojos del resto, un loco. ¿Un loco? Prefiero que me llamen monstruo pues la locura es un síntoma de alguna disfunción neuronal que yo no tengo. Estoy tan cuerdo como aquel que accionó el mecanismo de la guillotina en La bastilla, como aquel que apuñaló a César o el que le dio la manzana a la gilipollas de Eva.

Si alguien pudiera verme en mis momentos de soledad en mi guarida cuando puedo ser yo mismo, cuando sale de mi el monstruo reprimido que soy, si alguien pudiera verlo no podría contarlo pues no saldría con vida de aquí. Me abalanzaría sobre el intruso dando rienda suelta a mis instintos más bajos. Me tiraría a su cuello y apretaría sobre él mis mandíbulas notando la dulzura de su sangre entrando en mi boca. ¡Aaaahh! dulce elixir de vida que inunda las entrañas humanas ¡entra en mi! ¡poséeme! Apretaría el cuello hasta haber ahogado los sollozos de mi víctima y una vez me hubiera saciado de su sangre apestosa le abriría en canal con mis uñas para comerme sus vísceras crudas. Corazón, hígado, riñones y pulmones. Por ese orden. Son mis favoritas. Me las comería entre gruñidos y aullidos al cielo, como tantas otras veces, sacaría la cabeza por la ventana y aullaría bien fuerte al cielo ¡aaauuuuuuuuhhh! Esperando una contestación de alguien como yo. De un monstruo. No puedo ser el único. Mis vecinos me mirarían con cara de susto, con los ojos como platos y temerosos de mi reacción. Sabiendo que si llaman a la policía me comeré a sus hijos ante sus ojos y les haré tragar sus intestinos llenos de heces a medio digerir. Aahh dulce venganza. Soy un monstruo.

Cuando era más joven mi condición me atormentaba y me aisló del resto, de los humanos sin necesidad de sangre ni muerte ni odio visceral hacía sus semejantes. Las mamaítas de mis compañeros de colegio no aceptaban mi comportamiento animal como ellas llamaban al desarrollo de mis instintos a mear en las esquinas, a gruñir con un ojo entornado a los niños negros, a mi gusto por oler el culo de sus mascotas, a mis prontos de carrera continua por la avenida del colegio sin venir a qué. Mi mirada de monstruo les daba miedo. Mi mirada fija en sus cuellos y en sus ojos y en todas las parte blandas de su cuerpo. Y ya se sabe que la mirada de un loco, como ellas me llamaban, ha infundido más miedo al mundo que todos el ejercito nazi en Europa central. Sus hijos no se acercaban a mi y cuando lo hacían mi reacción, mis gruñidos, mis labios se flexionaban y enseñaban mis dientes afilados y la saliva me caía por la barbilla. ¡Hambre! Lo pasé mal por entonces. Me escondía en los rincones más oscuros del patio y lloraba a escondidas. Deseaba con toda mi alma encontrar a otro como yo. A otro monstruo. No lo hice y aún no lo he hecho. Y me convertí en invisible a fuerza de esconderme, de estar solo, de sentir el miedo del resto ante mi presencia. Sus pelos de los brazos de punta, su castañeo de dientes, su huida pronta y alborotada. Y aprendí a matar mientras el resto hacía sumas y a buscar las vísceras más sabrosas mientras ellos hacían integrales y derivadas. ¡Aauuuuuhh!. Soy un monstruo.

Me busqué la vida como pude en este mundo que no es el mio. Un mundo donde la no-violencia es la apariencia. Dónde el odio explicito a los semejantes está mal visto y se pena con cárcel y exclusión social. ¿Por qué? ¿Por qué está bien matar a los humanos sin sed de sangre en vida y no matarlos directamente y comérselos? ¿Por qué? ¡Aauuuuuuhh!
No lo entiendo. Soy un monstruo. Aunque no tenga cuernos ni me convierta en lobo a la luz de la luna ni tenga miedo al ajo ni a los crucifijos. Soy un monstruo.
Cómo sobrevivir en un mundo de monstruos con ojos de cordero degollado, con monstruos que se dicen humanos porque niegan sus más bajos instintos, con esos monstruos cuyas vísceras saben a dinero y corrupción. Cuyas vidas no merecen ser vividas y son tan insulsos e insípidos que no merecen ni ser matados por mis dientes, no merecen que los aceche en sus portales para quitarles sus vidas, no merecen que de rienda suelta a mi salvajismo. Pero mi mirada les da miedo. Les acojona. Les hace sentir mi aliento sediento de sus glándulas en la nuca. Y el miedo no sólo hace a esta calaña mojar los pantalones, también me da su respeto.
Y es así como me gano la vida. Infundo miedo. Mi presencia infunde respeto. Miedo. ¡Aauuuuuuhhh! Eso no quita que de vez en cuando me de un capricho un vagabundo, un borrachín, un hijo de algún desalmado. Le quito a la sociedad lo que más le duele. Un espejo en el que comparar su éxito. Su futuro hipócrita.

Soy un monstruo. Pero me encanta.

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