Cazador de dragones

Erase una vez un cazador de dragones en paro desde el siglo XIV cuando acabo con un enorme y escamoso cabezahumo morado. Desde entonces nada, ni un toc-toc a su puerta de un aldeano asustado tras encontrar uno en las tierras de labranza, ningún rey que necesite que salven a su hija de las garras de la bestia, ni un solo viaje a tierras lejanas donde nadie se atreva con el escupefuego, ni una llamada al móvil venticuatro horas y ningún aviso en la pagina web que puso hace unos meses.
Se le acaban los ahorros y necesita urgentemente encontrar un buen bicharraco fundiendo un castillo para poder llevarse algo a la boca. Y no sólo eso, es que los enseres de entrenamiento son difíciles de encontrar y extremadamente caros. Cada vez que ha viajado a Zipango a recurtir su espesa armadura de piel de quimera ha tenido que vender una fanega de tierras, regalos terrenales de aristócratas y clérigos agradecidos, y ya sólo le queda una cabaña, ofrenda de un pastor que no perdió sus ovejas, lo justo para guardar sus enseres de trabajo (véase cota de malla, espada de alabastro y escudo ignífugo).
Pero, ¡ah!, no vive del aire, como todo mortal, y las tripas gritan, y los niños lloran, y las ubres no dan leche, y las bocas salivan ante los olores de los guisos de los vecinos, y el pan está demasiado rancio y demasiado caro, y no quiere empeñar su útiles en ningún museo, y su mujer le pide dinero para la peluquería, y sus hijos para libros de caligrafía, y le embargan la cuenta de caja rural, y el maldito teléfono sigue sin sonar.
Y ete aquí que nuestro vivaz y aventurero atrapa lagartos alados tiene que ir al INEM a ver si encuentra algo, pero nada la cosa esta muy mala y pese a tener una enorme experiencia en el ámbito del cuidado de los reptiles ningún zoo le quiere contratar ya que ni tiene títulos, ni tiene enchufes.
Y en casa la misma murga: quiero comer, quiero ropa nueva, quiero una xbox360, quiero que pagues los recibos de telefónica, quiero que mi madre se venga con nosotros, quiero un pony, quiero un iphone, quiero irme de intercambio a Honolulú. Quiero, quiero, quiero. Maldita palabra.
Y decide llamar a su cuñado que antes fue negrero y ahora tiene una ETT y por fín consigue algo y empieza en un call-center y al menos deja de escuchar deseos familiares durante doce cortísimas horas (pagadas a cuarenta horas semanales).
Ahora y después de vender su cabaña, sus armas, su alma al diablo y después de tres divorcios largísimos y carísimos, es un mandamenos más con su casco pegado a la oreja medio día y su ojo mirando su iphone de urgencias, por si le da por sonar.

FIN

Decisiones drásticas

No hay nada en esta vida que me moleste más que ver a alguien escaqueandose de su trabajo o haciéndose el remolón en horas laborales, siempre he odiado a ese tipo de gente que parece no tener sangre en las venas ni masa gris en su cerebro y siempre he tomado las decisiones oportunas frente al escape de las obligaciones de cada uno. Y digo esto porque soy diestro de toda la vida y mi brazo izquierdo es el más vago de los apéndices superiores que tengo, se opone a mis órdenes y siempre deriva el trabajo al derecho. Este, que es mas servil, el otro día en uno de sus innumerables marrones pasados por su gemelo se rompió a la altura del cúbito, ahora está escayolado y sólo me puedo apañar con mi zurda que no se ha solidarizado para nada con su hermano y sigue sin poner atención a mis mandatos. Así que me acabo de cortar el dedo anular de la mano izquierda. Estoy harto de la inutilidad de mi zurda y ha sido un aviso para el resto de ramas de ese apéndice que esta hecho un torpe y enlentece mis quehaceres diarios, ahora que la diestra esta de baja.
Lo he metido en una bolsa de hielo en el congelador. Si sus compañeros se comportan como deben ser (fuertes y ágiles) iré al hospital para que lo reingerten, si no lo hacen cada día que pase les dejare sin otro amiguete, el siguiente sería el meñique. Ellos ya están avisado así que ahora está sólo en su mano (y nunca mejor dicho).
Por ahora voy a la farmacia a por unas vendas para taponar la herida que inexplicablemente ha sangrado como si de una matanza se tratara y sólo ha sido un pequeño tajo. En la farmacia me dicen que mejor que fuera a un hospital pues es un corte bastante profundo pero como yo no me fío de la medicina occidental les mando a tomar viento y me voy a casa a disfrutar de mi tarde.

Me despierto, hace casi venticuatro horas de la amputación y ahora la herida esta un poco hinchada (la verdad es que esta muy hinchada pues parece que la piel se vaya a romper en cualquier momento) y supura un liquido espeso blanquecino. Bueno me da igual, la verdad, cuando se toma una decisión hay que tomarla con todas sus consecuencias y no voy a permitir que esta mano rebelde se apodere de mis actos. Voy a prepararme las tostadas y el café con leche de por las mañanas a ver si mi osada extremidad ha aprendido la lección.
Nada. No consigo más que flexione el codo, no siento la mano y sigo sin hacer notar mi escalafón superior en la escala de mando a la maldita zarpa descarriada. Tengo que cortarme el meñique y así lo hago. Si mañana la cosa sigue igual le tocará el turno al corazón o medio, depende de quién se dirija a él. Esta vez he sentido un dolor agudo durante el proceso de extirpación, mis alrededores se han tornado blancos y he caído de espaldas en el suelo casi partiéndome la espalda. En la farmacia no me quieren dar apósitos, sólo quieren llamar a una ambulancia o a un manicomio, seguro que son ambidextros, ¡suertudos!, ellos no saben cómo es la vida con solo un remo del cuerpo operativo al cien por cien.
Ya en casa me tomo un par de analgésicos de mi esposa, no creo en la medicina occidental pero creo fervientemente en la farmacología sea oriental, occidental o marciana.

Cuarenta y ocho horas después del primer corte, me siento bastante cansado se me cierran los ojos, tengo la visión borrosa y no consigo que mi colega del costado izquierdo quiera hacer de palanca para levantarme de la cama. Una vez más y dada su tenaz insistencia en hacer lo que le da la gana: ha llegado el turno de el dedo corazón. Uno menos, y ya sólo me quedan dos. Mañana será el turno del pulgar ya que el índice lo dejare para el final dado que es el que utilizo para hurgarme la nariz (no sin su oposición). Mi mujer ha llamado al médico de cabecera y estoy con él explicándole mi caso, parece que los helados de carne humana que guardo en mi nevera ya no se podrán juntar jamás con el resto de la mano (o más bien del muñón) ya que la nevera se ha descongelado y los trozitos de mi mismo se han corrompido completamente. El médico se va haciendome firmar un parte en el que indica que niego a recibir asistencia sanitaria y es que no la necesito esto es una cuestión de orgullo. El brazo vago o yo. ¡A ver quien puede más!.

Setenta y dos horas después de la primera estirpación mi brazo cree que ha ganado. Hoy no voy a quitarme el dedo pulgar y no es porque me haya rendido, es solo que hay cosas más importantes en estos momentos. Ya volveré a por sus maleducados dedos.
Ayer tuve un gatillazo.

La satisfacción ante el deber cumplido

Ella era una antigua actriz del destape que la lanzo, primero al cielo de las alfombras rojas y, después al infierno del night-club. Todos en el pueblo la conocíamos y todos, sin excepción, intentamos desvelar el misterio de su cadencia de caderas y lo buscamos sin cesar, por turnos, bajo sus bragas durante un tiempo. El tiempo necesario que le llevaba encontrar otro aventurero decidido a encontrar el Santo Grial y darnos la patada. El vivía al otro lado de la frontera,se dedicaba al contrabando de drogas blandas entre países, le buscaban las policías de ambos lados de la divisoria y le gustaba referirse a si mismo como pasante internacional, toque exótico. El cabrón se lo montaba bien, todo hay que decirlo, tenía propiedades por doquier, plantaciones de cientos de hectáreas más allá de las montañas, cientos de críos harapientos dispuestos a distribuir su mierda desperdigados por cada esquina y, los más importante, su paradero había sido desconocido hasta la primera vez que lo vi con ella disfrutando de su intimidad a las orillas del estanque amarillo. Todas las noches se encontraban en aquel lugar situado en la sierra de cebollera, paraje natural declarado reserva de la biosfera por la Unesco y ubicado en los mapas justo encima de la linea que delimita sus dos países.Yo los veía desde mi garita de vigilancia y hacía la vista gorda a cambio de su silencio cómplice frente mi masturbación nocturna durante sus fugaces encuentros.
Ella parecía haber encontrado en él al pirata que andaba buscando pues el tiempo pasaba y no le daba bola. Las mujeres en el mercado decían que se la veía más feliz que nunca como si hubiera recuperado su juventud perdida entre cámaras y hostales sucios de carretera secundaria. Siempre andaba con una sonrisa dibujada en su preciosa y lasciva cara y había dejado de ir en busca de posibles sustitutos del furtivo.
Esto me hacía hervir el esperma más que la sangre por que sólo junto a ella logré encontrar una yegua que satisficiera a muerte mis más negras perversiones sexuales y siempre pensé que ella y yo acabaríamos compartiendo techo, comida y lúbrico amor.
Pese a todo, pensaba disfrutar de una noche más con ella y además la iba a marcar para siempre, nunca se iba a olvidar de mi. Ellos sabían que sus citas furtivas dependían sólo de mi silencio, yo vigilaba la frontera y el tráfico de personas entre ella y yo era el único que sabía dónde encontrar, cada noche, a uno de los amigos de la libertad pública a elegir con qué contaminar sus cuerpos.
Hace varias noches, durante el transcurso de uno de sus encuentros limítrofres de país en país, (el cabrón se lo montaba bien no hay duda, cada noche aprovechando lo incierto de la oscuridad se la llevaba a una nación diferente, toque de clase) bajé de mi puesto de vigilancia y les ofrecí un trato: no delataría la posición del huido y les dejaría seguir viéndose a cambio de que durante las siguientes seis horas, lo que me quedaba de turno, ella se mostrara cariñosa conmigo bajo la atenta mirada de su amado sin que el pudiera hacer nada pues pensaba atarle a un árbol. Ella accedió sin dudarlo un solo segundo (no era la primera vez que daba sexo a cambio de algo querido o necesitado). El, sin embargo, se mostró indignado ante mi petición y se quiso interponer a mis planes lanzándose a por mi con rabia y puñetazos pero le encañoné a la vez que cogía con mi mano libre el walkie y entonces, y sólo por petición de ella (que cabrón, toque valiente), cedió a mis peticiones. Le amarré bien amarrado a una enorme encina y me pase toda la noche desentrañando el secreto de la pelvis armónica ante la atenta mirada llorosa de su queridísimo fugitivo.
Terminaron mis seis horas de gloria cogí mi antes amenazante walkie y llame a mis compañeros de la central: ¡le tengo!-dije.

Abandono

Y cuando por fin habíamos abandonado su búsqueda caímos en el abandono. Y el abandono resultó ser un lugar oscuro, solitario y perdido de la mano de Dios. La presión atmosférica era tal que cualquier movimiento se convertía en un esfuerzo titánico sólo apto para deportistas de élite, nos tirábamos todo el día planchados en el suelo sin hacer nada más que abandonarnos. Las palabras no fluían por el aire, dado su espesor, y no escuchábamos más que nuestros pocos pensamientos, y digo pocos porque nuestro estado de abandono no dejaba entrar ideas en las cabezas. La frondosa oscuridad que nos rodeaba evitaba cualquier atisbo de luz, nuestros olvidados ojos se acomodaron a la oscuridad de la misma manera que los de un topo, es decir, no veíamos más que negras sombras y poco nos importaba ya que ante la falta de estímulos cerebrales no nos dábamos ni cuenta, no teníamos consciencia del estado de abandono en que nos encontrábamos. A veces, el abandono, nos daba un respiro y nos dejaba sin su estrecha compañía, sin atenazarnos los pulmones ni punzarnos el corazón y entonces oíamos voces lejanas que nos animaban a dejar nuestro estado ya más que abandonado, pero estos momentos eran mínimos y parecían un espejismo sumidos como estábamos en nuestro calmo estado de desamparo. Además estas voces retumbaban distorsionadas y poco reales, daban más miedo que el propio abandono, nos levantaban los pelos de la nuca y nos hacían plegar la espalda cual acordeón, lo único que conseguían es que lo poco que nos podíamos mover fuera en dirección contraria a ellas. Agobio constante y falta de estímulos. El abandono era lo único que teníamos aunque realmente era una relación de simbiosis, todos sacábamos algo del abandono pues era nuestra sola posesión y para el abandono fuimos compañía necesaria. Todos fuimos uno. Nosotros eramos abandono, comíamos abandono, bebíamos abandono, respirábamos abandono, cagábamos abandono. El ciclo del líquido abandono. No queríamos ya nada más que abandono.
Y cuando ya le estábamos cogiendo el gusto a la completa apatía del abandono, sin prisas ni estrés, sin dinero y sin falta de él, sin ropas y sin frío, sin visión y sin nada que ver, planchados y almidonados, sin nada que hacer y sin ganas de hacerlo, muertos y a la vez vivos, alguien tiró de nuestras cabezas y nos sacó a la emulación sin que nosotros lo hubiéramos pedido, sin haber llegado a añorarla nunca, nos devolvían, sin piedad alguna, a nuestro lugar de partida. Lo que allí encontramos, sin cambio alguno, era parecido a nuestro añorado abandono pues pese a haber luz por todos lados no dejaba de ser un sitio oscuro ya que las luces eran fingidas, realmente no había nada luminoso y además también era un lugar solitario ya que la emulación es un sitio donde hay mucha gente pero nadie se conoce. La emulación no daba lugar a opiniones ni palabras, nadie se movía pues no había donde ir, nadie vivía y nadie moría, sólo se veía lo que la emulación permitía y de vez en cuando se escuchaban llamadas al abandono de ella. Todo era una sola emulación de nuestro bienamado abandono y por un momento fuimos conscientes de que nunca debimos empezar a buscar nada, pues desde el principio estuvimos abandonados sólo que no nos dimos cuenta hasta creer que habíamos dado con él, cuando no habíamos ido a ningún sitio.

Yes, we can!!

El jefe del cotarro ha tenido que ir por sorpresa a su despacho, le llamo su secretaria, magnifico espécimen de salvaje, por una urgencia acuciante, aún no le han dicho de qué se trata pero espera que sea importante, no corren buenos tiempos y los más cagados ya no salen de casa, él no pertenece a esa clase de hombres pero le han jodido el domingo. Espera mientras mira detenidamente las maravillosas vistas desde su buró (en la planta más alta de la torre más alta de las torres más altas de la ciudad más importante del planeta). Todo en orden, parece, salvo por las finas lineas de grisáceo humo que surgen desde diversos puntos de la gran urbe.- ¡A saber que andan haciendo los costrosos de allá abajo, pobres salvajes!- piensa mientras se sienta cómodamente en su mullida butaca de mando y nota como su peludo culo se acomoda en el suave cuero, piel curtida del último ejemplar de tigre ibérico conocido, igual de mullida que el sofá de escai de su abuela (tierna viejecita, pobre salvaje) pero dieciseismil veces más cara. La exclusividad se paga, he ahí la diferencia.
Repachingado y relajado enciende el enorme televisor de plasma de enfrente de su escritorio, estilo Luis XVI (cada vez quedan menos). Todo en orden desde los medios manipulados, reallities, noticias inventadas, programas del corazón, sólo destacan las emisiones de ese canal pirata del que aun no han interceptado la señal -¡malditos holgazanes, ¿qué sería de ellos sin mi?!- piensa mientras se rasca agradablemente y con deleite las pelotas. En cuanto solucione el problema, sea cual sea, se va a ir de putas, necesita descargar y esta asqueado de su siliconada y exhuberante esposa; muchas tetas, poco cerebro, sin idea de menearse en la cama. No como esas salvajes indeseables que serán todo lo guarras que sean pero no sabes lo que es una buena chupada hasta que te la come una costrosa.
Con la boca hecha agua ante la idea de una abundante eyaculación, bien pagada, en la boca de una Señora Puta, enciende su ordenador y ojea los titulares de los periódicos electrónicos, malditos medios subersivos. ¡Revolución!, dicen unos, ¡El capital ha muerto!, dicen otros, e incluso los editores más osados publican: ¡Próximo objetivo: el jefe del cotarro! y la foto que hace compañía al titular muestra a la muchedumbre paseando la cabeza, sin cuerpo, del alcalde (bigote sangriento, mirada perdida). -¡Maldito cabrón, ya sabía que era un débil, claro que por eso le puse ahí!- analiza la situación mientras marca el número de su ayudante,-¡jodida asquerosa ¿dónde se habrá metido?!-. Le responde una voz femenina, erección asegurada, con un gran eco de voces por detrás -¡Cabrón, vamos a por ti!- cuelga. -Puta desagradecida de los cojones ¿qué coño dice?- recapacita mientras vuelve al ventanal a velocidad de crucero.
La ciudad arde, Nerón ve incrédulo cómo se quema Roma, las avenidas atestadas de inmundos proletarios, pancartas ilegibles desde lo alto, coches volcados en las calles aledañas, policía que se une a los manifestantes -¡Inmundos desleales, les pago el sueldo con mis cuentas de las Caimán!- espeta su cerebro antes de que su cuerpo haya terminado de erizarse.
Nota una sensación desconocida, debe ser miedo, que encoge su esfínter anal hasta el estómago.
Mientras marca el número de seguridad dirime qué ha podido fallar consigo mismo -llevamos años amansándolos, ya casi es genético sus padres estuvieron domesticados desde pequeños, les vendemos terreno público a precio de oro, les pagamos por trabajar una miseria, a veces les hacemos soñar en vivir cómo nosotros, tienen tabaco, alcohol y drogas para estar amuermados, partidos de fútbol en abierto, telenovelas venezolanas, sexo gratuito ya que aun no hemos conseguido grabarlo con impuestos indirectos a nuestras cuentas, familias que cuidar y tarjetas de credito para gastar en los inumerables centros comerciales, ¿qué más quieren?- No logra explicarse qué ha salido mal, pero el edificio de delante suyo, el segundo más alto de la ciudad esta en llamas. Acero fundido y chispas al vacío. La linea de seguridad parece ocupada, marca el número compulsivamente, ¿será un sueño?-se pregunta. No parece porque se acaba de hacer popó en los pantalones y huele muy, pero que muy real.
Al otro lado alguien descuelga, voz dulce de mujer hermosa: - ¡Ya estamos aquiiiíí!

El hijo prodigo

Zeús esta harto de su anodina vida de Dios de dioses, encerrado todo en el día en el monte Olimpo, rodeado de bellezas divinas, cansado de embriagadoras y dulces botellas de néctar y ambrosía, cegado por las puertas de su templo en oro puro, hastiado de la sensación de poder máximo, impotente ante las orgías sin fin de Dioniso, decaído en los consejos de ministros decidiendo el destino de la humanidad, extenuado ante los ataques de ira en forma de rayos saliendo de sus dedos, necesitado, en fin, de una baja médica indefinida por alguna enfermedad fingida.
Se acerca al ambulatorio de Apolo, dios de la medicina y la curación, y finge sufrir una inventada aflicción que para algo tiene infinitos poderes divinos. Apolo le da la baja, no sin objeciones ante la apocalíptica visión de un Olimpo gobernado por un dios menor, y le recomienda reposo a ser posible en un lugar alejado del estrés diario y de las compañías redundantes y poco aconsejables en su estado.
Como tiene familia en Benidorm decide ir a pasar unos días a la orilla contraria del mediterraneo dejando a su hija favorita, Athenea, al mando de la nave celestial y con el bastón en forma de relámpago a su cuidado.
Encuentra allí sol perpetuo, playas atestadas de jubilados del inserso, paellas precocinadas con demasiado azafrán y con una relación calidad/precio inapropiada para cualquier habitante habitual de la zona, locales nocturnos con luces rojiverdes insinuantes, bingos abiertos venticuatro horas diarias con la actuación de algún cantante venido a menos por las noches a la luz de las velas mientras sostiene un buen gin-tonic en sus gloriosas manos, y un currito de repartidor de pizzas tranquilo en invierno y mal pagado en cualquier estación del año.
No sabe aún cuánto tiempo se quedará, lo que puede durar su recuperación es una incógnita ante la falta de datos documentados sobre sus rara dolencia (síntomas, tratamiento y curación) de todas formas, y al ser él quién es, seguramente se le pase cuando le salga a él de los huevos que para algo ha sido tantísimos años cabeza de panteón griego.
Su trabajo a tiempo parcial no le quita el suficiente intervalo como para evitar salidas nocturnas y borracheras matutinas a base de anís y coñac mezclados en igual medida, aunque si es con un poco más de coñac mejor que mejor. Y como el terreno esta infestado de alemanas solteronas embriagadas de alcohol y otras sustancias perniciosas necesitadas de sexo humano, corto e insatisfactorio, y él puede darles sexo sin limite y satisfactorio hasta la extenuación de su perecedero recipiente de vida casi inteligente, pues se tira todo el día de bar en cama de desconocida con acento nórdico y sexo arrugado y seco, y de esos sucios camastros de motel barato a bares calientes y acogedores en busca de otro catre en que dormir previo paso por bajos de hominidas postmenopausicas.
Le encanta esta sensación de estancia pasajera que le están brindando estas vacaciones, harto como estaba de la eterna eternidad.
El regusto que se le queda en la úvula y alrededores cada vez que tumba a beber a algún loco hambriento de emociones fuertes que quiere pelea de chupitos de tequila es la mejor sensación que ha sentido en su larga vida. Decide dejar su trabajo de pizzero y hacerse bebedor profesional se siente adicto a la victoria alcohólica frente a simples mortales con metabolismo limitado por su pequeña cantidad de enzimas hepáticas. El no tiene problemas con eso, sintetiza a su antojo estas moléculas que convierten el alcohol en energía, alegría y orina en grandes cantidades.
Pasan varios años y un día Zeús se mira al espejo, se ve viejo y arrugado, con poca vida por delante. Siente últimamente nauseas ante todo lo que ingiere si ésto no tiene algun contenido, por mínimo que sea, de etanol. Quizá la falta de néctar y ambrosía le ha hecho perder su vida eterna. Se acerca al hospital público de Alicante y después de siete largas horas de espera le diagnostican una incipiente cirrosis irreversible debida sin duda a la gran cantidad de bebidas ingeridas en los años anti-estrés apartado del Olimpo que se ha pegado.
Decide que es hora de volver a casa. Seguramente un buen tratamiento a base de bebidas sólo aptas para deidades pueda revertir el proceso de envejecimiento y dejar su órgano destilador sin rastro de untuoso paté celestial. Además seguro que sus familiares, que son muchos, le están echando en falta de más.
Llega a casa hecho unos andrajos, con dolores abdominales y en silla de ruedas, su vida se marchita por momentos.
Una vez en casa nadie ha notado su falta. Athena, diosa de la sabiduría y la inteligencia, ha ejercido tan sumamente bien su cometido interino que hasta Dioniso ha dejado de beber; ya no se ostenta como en sus tiempos, las puertas del templo son de contrachapado barato; ya nadie siente ira contra la humanidad, ahora las cosas se piensan antes de mandar destrucción a los mortales; los consejos de ministros ya no deciden el destino de nadie, han dado libre albedrío a los tristes; hace años que no fabrican ambrosía ni néctar, los vicios están mal vistos en el nuevo orden. Desearía poder marcharse de nuevo, pero la muerte le acecha en la falda del Olimpo, si baja muere. Si se queda arriba ¿qué le espera?¿ la vida del viejo cuentabatallas de sus años mozos? ¿la, del viejo ex-presidente mete patas?, no quiere ninguna de las dos.
Se acerca a la franquicia de UPS que ha montado Hermes y le pide que le lleve un quintal de vino a la semana a su casa, sabe que puede confiar en él. Lo poco o mucho que le quede lo pasará de la mejor manera que ha conocido: borracho como un humano en la costa levantina.

Saco roto

Hoy me he despertado con la cabeza llena de buenos sentimientos y el intestino vacío de cuerpos inservibles y dolorosos. Debe ser por los yogures que anuncian en televisión, magia alimenticia que limpia mis tripas y mis bolsillos a la vez que llena los bolsillos de actores estreñidos. Es uno de mis propósitos de año nuevo: alimentación correcta y sana desde la salida del sol hasta que me canse de comer avena, alfalfa y derivados. Por ahora parece que va bien, ya empiezo a sentir los numerosos y alucinantes poderes metafísicos de la dieta del capullo amargado.
Otro de mis propósitos de fin de año ha sido dejar de fumar gradualmente, sin pasar el síndrome de abstinencia física. Parches y chicles de alcaloide vegetal adictivo, de venta exclusiva en farmacias. Sin necesidad de oler, ni tocar, ni esnifar un cigarrillo. Mañanas libres de esputos en mis manos, adiós cáncer, adiós lengua acafenicotinada mañanera, adiós bastón de mis pérdidas de nervios. Aire semi-natural en mis pulmones, no puedo olvidar la dieta.
Por último, me he apuntado a un gimnasio. Tengo que conseguir por cualquier medio que este tazón de espeso chocolate calenturiento que tengo por tripa solidifique en una tableta de simétrico milkybar, duro y apetitoso para mujeres y hombres. Seré un sex-simbol mundial. Las mujeres se mearán en las bragas a mi paso, unos hombres querrán parecerse a mí y otros, ver su culo cerca de mi cosa de orinar y viceversa. Saldré de mi casa sorteando periodistas y cámaras interesados por mi vida sexual-profesional. Igual hasta me caso con una agonizante folclórica y podré volver a dejarme barriga cervecera en cuanto doble.
Mientras llega ese momento voy disfrutando de lo poco que me queda de vida anónima y vulgar. Hoy, por ejemplo, he decidido dar una vuelta matutina por el barrio. Como en los viejos tiempos cuando no me ponía objetivos estúpidos que cumplir sólo porque la tierra hubiera dado otra vuelta más alrededor del sol.
Nada más salir del portal una manada de niños asilvestrados casi consigue hacerme vomitar mis pulmones , aun en rehabilitación,tras trotar unos metros para patear un balón perdido por los yanomami de la plaza.
- ¡Gracias señor!- me parece escuchar-, ¡qué coño señor ni qué hostias!- pienso contestar, pero la mirada punzante de su esbelta cuidadora, ojo avizor, y sobre todo su magnifica sonrisa me hacen contestar con una simple sacudida de mano al aire. Niños con un trauma infantil nuevo menos gracias a una educadora embriagadoramente bella. Algún día sabre a qué hora sale.
Me acerco a la valla de la eterna obra del parking subterráneo, parcelitas de terreno público vendidas al mejor postor para evitar heladas y robos de coches pagados en setenta y dos mensualidades de doscientos cincuenta euros cada una, aquí los jubilados pasan el rato mirando silenciosamente. Sólo hay que picarles un poco para que se suelten.-¡con ese cemento tan acuoso esa pared va a filtrar en cuanto los cimientos se asienten!.¡Ya no se hacen paredes como las de antes!- tertulia garantizada por un rato. Socialistas malos, extremaderechistas peor, que qué otros partidos, que si suban las pensiones de una vez, que si la seguridad social debería pagar la Viagra... Cosas de viejos. Interesantes y superficiales. Profundas y complejas.
Me encuentro a la vecina de mi abuela, la que me vio llorar mientras crecía como tantas otras. -¡cómo no me voy a acordar de usted!-no tengo ni idea de cómo se llama pero su cara se arruga aun más con la leve sonrisa postiza que muestra ante mi cumplido. ¡Unos p'arriba y otros p'abajo!- suspira amargamente. Ley de vida querida vecina aunque discrepo de su teoría pues todos vamos hacía abajo desde que nacemos, me gustaría contestar. Pero sólo contesto con un leve y despreocupado asentimiento de cabeza, no vale la pena amargarle sus últimos e inútiles días sólo por una cuestión de cursilería romántico-nihilista por mi parte.
Llego al banco de mi adolescencia, perdida entre parques y bares en igual proporción, y observo pasar a la gente. Todavía me queda un rato para ir a entrenar. Recuerdos de risas, llantos, peleas, partidos de fútbol, primeros besos, borracheras, fumadas. Desparrames varios. Momentos lejanos en el tiempo y muy cercanos en la memoria. A lo lejos se acercan dos de mis compañeros de correrías, lloros y descojones y seguramente compañeros también el el absurdo juego de las buenas intenciones de después de navidades.
Decidimos, por abrumadora mayoría, que mejor irnos al bar que allí hace más calor y puede que haya alguna guapa estudiante del instituto tomando un café con su grupo de feas amigas durante una ausencia no justificada a clase de latín.
Aquende estamos cuando me doy cuenta de que llevo tomados cinco botellines de cerveza mahou, no laker como debiera; sus cinco pinchos compañeros de trabajo, morcilla de burgos, jamón serrano con tomate, aceitunas aceitosas rellenas de anchoa, patatas con fuerte salsa ali-oli y unas crujientes y finas chips acompañadas de unos ácidos boquerones en vinagre; he comprado un paquete de Camel y ya he chafado unas cuantas colillas contra el suelo ante la ojeada incisiva de la camarera que acababa de poner un cenicero en nuestra mesa y se me ha pasado la hora del entreno. Además son casi las dos y empiezan Los Simpsons, tengo ganas de una siesta y de cenar comida basura.
He vuelto a caer antes de llegar a la meta. Otro año perdido. Pesadumbre.
Debo empezar a pensar en el año que viene, tengo blanqueamientos dentales que probrar, crecepelos que untarme en el cuero cabelludo para brillar menos, yes-estenderes que encargar y horas de salida de niñeras que averiguar.

La importancia de ser importante

Déjame que te cuente, yo vivía en el barrio universitario en un piso compartido de tres habitaciones por cuatro personas, me levantaba temprano, esquivaba al vagabundo de la puerta del metro, me clavaba al culo la silla de delante del ordenador en la oficina, llamaba a mi madre por teléfono en horas laborales, rehuía la mirada hambrientoalcoholica del mismo pedigüeño de la puerta del metro, veía programas de cotilleo barato en la televisión de sobremesa, me echaba la siesta con los documentales de La Dos, iba a clases de inglés por las tardes y soñaba por las noches con irme a vivir a Nueva York. Los domingos por la mañana no iba a misa de doce y, por las tardes buscaba porno en internet.
Y de repente una mañana este mismo tarambana de todos los días de la puerta del subway se dirige a mi como se pudiera haber dirigido a cualquier otro y me suelta - ¡Dime con quién andas y te diré quién eres!, y siguió caminando como mi si nada hasta que cayó en su acartonado colchón y buscó a bofetadas con el suelo su botella de licor chino.
Me quedé aturdido medionoqueado ante la revelación del profeta, barbalarga piojoso. Yo siempre estaba solo, estaba cómodo así, no creía necesitar nada más, ni calor humano teniendo calefacción, ni amistades divinas teniendo la playstation con conexión wifi, ni amores profanos teniendo una vida tranquila y películas X a cascoporro en el Ares. ¿Con quién andaba yo? con nadie, por lo tanto, y siguiendo ese razonamiento, no era nadie. El también estaba siempre solo pero de vez en cuando le veía hablando con las apetecibles dependientas del Zara de la esquina o con el perezoso empleado de la tienda Vodafone con su polo rojo a juego con el local de trabajo e incluso alguna vez me pareció verle manteniendo un coloquio político-legal con unos agentes de la Policía Nacional, insensibles guardianes de la paz social. Todos en el barrio universitario le conocían. El era el peonza por su manía de dar vueltas sobre si mismo durante sus efluvios etílicos. Siempre solo, si, pero nadie se atrevería a decir que no era nadie.
Y me ví a mi mismo. Soledad siempre excepto por navidad y en Las Aguedas que iba al pueblo a ver a mis padres. No conocía a nadie, ni al fornido tendero de la frutería, ni al quiosquero charlatán, ni a la arisca cajera del Caprabo, sólo me era medianamente familiar la cara del agorero inquilino de la boca del suburbano. Mi invisible existencia no le importaba a nadie y en el fondo parecía no importarme ni a mi mismo. Así que tome cartas en el asunto, puse lo poco que tenía en venta en ebay y con lo que saqué me compré unos cartones de sangría de oferta, me deshice de todas mis tarjetas de crédito, de mi carné de identidad y del de conducir y me aclimaté a la vida del tangible perdido de la mano de Dios e intangible sin papeles. Destrocé mis ropas del Pull & Bear y del Bershka Men y salí a la calle con unos pantalones roídos por las polillas y una chaqueta de chándal del uniforme del colegio pequeña en talla y grande en valores anónimos.
Y ahora, ¡mirame!, soy un hombre nuevo. Soy autónomo, sin cotizar a la seguridad social. Encuentro comida en los contenedores de basura de los restaurantes, cada día un menú nuevo en sabores y familiar en olores. Me visto con la ropa que me dan en la iglesia, ¿has visto que chupa más guapa de Almani?. Duermo bajo el puente del río, ¡no sabes lo qué es una puesta de sol hasta que la ves desde allí!. Trabajo en la salida de un Sabeco, decido mi hora de entrada, mi hora de salida y hasta los días de libranza. Las ancianas me dan propinas y conversación por llevarles las bolsas de la compra a sus casas, ¡la de cosas que saben las jodidas!. Me abrigo por las noches con hojas de periódicos atrasados, vivo unos días por detrás del resto del mundo. Sara, la dependienta más apetecible del Zara de la esquina, me ha invitado alguna vez a almorzar con ella y hemos compartido banco, bocata, cerveza y cigarrillo de después. Iván, el empleado de la tienda Vodafone siempre vestido de rojo, está cansado de su contrato basura y de los móviles de última generación. Y la patrulla de policías de barrio siempre se queda un rato charlando conmigo cuando me ven e insisten en que vaya a un albergue a dormir, mi aspecto desaliñado desentona con el orden de la barriada. El tendero de la frutería me regala frescas naranjas y manzanas reineta por ayudarle a cargar las cajas por la noche en el furgón y el quiosquero me obsequia con los suplementos dominicales por evitar robos de ediciones vespertinas de diarios deportivos. Eso si, la antipática cajera del Capabro sigue sin dirigirme la palabra.
¿Y tú? ¿Cómo llegaste hasta aquí?

Perfecto empleado

Primero de mes y me levanto con la esperanza de que mi nómina haya crecido con el nuevo año. Voy al banco pisando las flores del jardín del vecino. Saco un extracto de mi cuenta. Nada, la misma mierda que el mes pasado y el anterior y todos los anteriores, no recuerdo haber recibido una paga diferentemente superior en ninguno de los sesenta y tres meses que me han pagado por mis servicios en esa empresa de mala vida. Subo a casa con la pesadumbre aplastandome contra el suelo, las flores de mi vecino chafadas parecen más altas que antes. Trescientos euros para todo el mes. Algo tiene que cambiar. A mi edad tendría que tener lujos que disfrutar, diamantes que comprar, ascensos a la vista y un deportivo de alta gama para quemar gasolina por las carreteras secundarias más inhóspitas de la región. Paletos de boina y bastón miran admirados mi éxito en forma de carrocería rojo ferrari y cuatro ruedas de perfil bajo.
El cambio está en mi, decido cambiar. El barco hacía la vida prometida zarpa en unos meses y hoy mismo compro el billete, solo de ida, esta vez no lo perderé. Me afeito, afeitado apurado mujeres buscan; me aplico after shave, escozor calmante en mis mejillas; me ducho, me entretengo detrás de las orejas y entre los dedos de los pies; me pongo el traje de las bodas, nudo Windsor en la nuez; me lavo los dientes, dentífrico blanqueante; me perfumo, esplendor máximo en publicidad navideña; dibujo una sonrisa en mi cara, espejo de alma endeudada.
Salgo dispuesto a comerme el mundo de un bocado, pincho exótico y cotizado en la nouvelle cuisine. LLego a la oficina. Saludos cordiales a compañeros, Bruto clava el puñal a César por la espalda. Preguntas familiares a grandes y no tan grandes gerifaltes, cara de interés desinteresado ante sus respuestas. Coloco los enseres de trabajo en mi puesto; teléfono, bisnietos de Graham Bell viviendo a su costa; ordenador, Bill Gates en su yate lleno de rubias en celo; silla mullida y regulable en altura, ciática y escoliosis para mi espalda. -¿Sergio, buenas tardes, en qué puedo ayudarle!?, gesto duplicado infinitas veces; voces responden al otro lado, ¿será una cámara oculta?; productividad por las nubes, pasaje comprado, gerentes contentos, ganancias seguras. Repito al día siguiente el ritual del perfecto asalariado; afeitado, ducha, vestimenta impecable, perlas níveas en mi sonrisa forzada, saludos, preguntas retoricas contestadas, monotonía infinita, productividad que sigue subiendo, pasaje en primera clase garantizado, el Director General se fija en mi. Así repito día tras día durante un mes, treinta días iguales con diferente traje de boda y corbata a juego.
Primero de mes de nuevo y de nuevo me levanto con la esperanza de que esta vez mi nomina haya crecido. Voy al banco pisando las regeneradas plantas del vergel de mi vecino. Y nada, la misma mierda que el mes pasado y el anterior y todos los anteriores hasta el mes sesenta y cuatro, la misma exigua propina por un trabajo mucho mejor realizado. No pasa nada, el cambio sigue su curso, solo una piedra más en un camino cada vez mejor asfaltado gracias a mi esfuerzo.
Repito durante veintiocho días la misma rutina que el mes anterior; afeitado, ducha, vestimenta impecable, patomima albar en mi mandíbula, recibimiento fraternal de Judas, cuestiones sin importancia contestadas seriamente.
Primero de mes de nuevo y repito mi excursión al banco, mi vecino ha dejado su edén en barbecho y colgó un cartel cagandose en la puta madre del que destroza su propiedad vegetal.
Llego al banco y sorpresa, gracias a la retención fiscal cobro aun menos que el mes anterior y todos los meses anteriores hasta el número sesenta y cinco.
Llego al trabajo cansado de la farsa, productividad en valores históricos, cotizamos en bolsa, deslocalización asegurada, patada en el culo para malos siervos y maná caído del cielo para pobres en vías de desarrollo, todo cuadra.
Me acerco al muelle donde sale mi barco, me lo he ganado tengo el pasaje comprado con mi sudor, el Director General saluda a los huéspedes del barco y los acompaña a sus lujosos camarotes con camas de terciopelo y ojos de buey con vistas a los delfines, compañeros en el viaje hacía la prosperidad económica.
Es mi turno, ¡por fin!. Vestidos de seda natural, exóticas mujeres ávidas de mis semillas, cilindradas impensables hace unos meses, ¡allá voy!.
Mano en mi pecho impide la entrada, oídos abren esfínteres: -¡Fiesta privada!

Primera lección

Mientras mi madre curaba mi cara llena de cortes irregulares con alcohol, prurito y pus salen de las heridas, recordaba en voz alta lo que le dijo el psicólogo infantil. Antisocial. Paranoico. Violento. Sin conocimiento de la autoridad. Gilipolleces por el estilo. ¿Qué coño sabría él?, si por él fuera ahora estaría encofrando lo que quiera Dios que se encofre, o sacando carbón de una mina, o poniendo el culo en cualquier baño de cualquier Corte Inglés por unos euros de chocolate con los que no podría haber comprado ni crack de saldo en las barrancas. Gilipollas, eso es lo que era ese psicólogo, un gilipollas de tomo y lomo.
Mi santa madre me hacía un cabestrillo en el brazo derecho y leía en voz alta la nota que le había dado el director. Resumiendo, tres días sin clase, un mes sin salir al patio y a clase con los retrasados. ¡Todo eran ventajas! tres días de vacaciones, un mes sin ver a los apestosos niñatos comemocos y todo el mundo sabe que en el país de los tuertos el ciego es el rey, ¿o era al revés?¿y qué más da?.
La señora más paciente del mundo zurcía mis pantalones llenos de barro en las rodillas y rotos a la altura de las posaderas, me preguntaba qué había hecho mal conmigo, quería saber qué había pasado, qué cable se me había cruzado esa vez, qué iba a ser de mi cuando ellos faltaran. Joder, ¡demasiadas preguntas! ¿¡ Què coño quería que le contará!?, supongo que la verdad, la simple y llana verdad, la verdad de la boca de un niño, la verdad más verdadera.
La verdad era que odiaba a los demás, odiaba sus estúpidos y planchados vestidos de los domingos, odiaba sus potativas mochilas de Mickey mouse, odiaba sus saludos y sus despedidas, odiaba sus repugnantes cuerpos infantiles, odiaba su ingenuidad transparente, su falta de malicia, sus juegos de pelota y de chapas, deberían ser todos chaperos, malditos niñatos de mierda. La verdad era que ya había sobado el morro de alguno de esos zopencos, a otros les había roto las gafas mientras sus madres miraban llorando sin poder hacer nada (¡ y que hubieran tenido huevos!), a alguno le había robado la bici para desguazarla y pasearme con un monociclo y a los más suertudos les insultaba mientras les tiraba piedras camino de la iglesia. Santa casa donde nada vale, hábitat natural del monaguillo, sebomaloliente, que daba hostias como panes y que me odiaba, ¡a mi!, por ser vil y maligno a la par que peligroso con un punto de rebelde barbudo.
Cómo contarle que me había salido el tiro por la culata y la bala se me había clavado en el medio de la autoestima, cómo contarle que al verme entrar al colegio con mi ropita nueva como un estúpido niño de mamá ya me la había jurado, cómo contarle que le había estado esquivando como un puto cobarde toda la mañana por los laberínticos pasillos del colegio, como contarle que aticé con el extintor al conserje en toda la mollera y habían tenido que llamar al Samur, cómo contarle que había hecho comer de mi caca a dos desgraciados gafosos de los cojones ¡cómo les odio! y que lo volvería a hacer, cómo contarle que me metí en la sala de profesores y proferí toda una serie de insultos, todos los que sabía entonces, a la jefa de estudios, cara de perro aliento podrido, cómo contarle que había entrado en el gimnasio y había quemado el potro, elemento de tortura, y que habían ardido las colchonetas y que el fuego se extendió y ardió el recinto y hubo que llamar a los bomberos y cómo contarle que finalmente y una vez en el despacho del director le había amenazado con sodomizarle sin piedad en caso de que no me expulsara al menos tres días.
Lloraba ya la buena señora. Ausencia de respuestas. Y todo lo anterior me habría dado igual contárselo pero no pude hacerlo porque a la salida del colegio y con mi parte de expulsión ya firmado, finalmente, el monaguillo me encontró y me engancho del pescuezo y me revolcó por el suelo y me acaricío con sus puños y sus pies, divino angelito, y me asfixió con sus sobacos de pestuzo obeso infantil, y me arrastro por las calles del barrio para que todos lo vieran y me hizo lamer sus zurraspas de los calzones y me enseñó que siempre hay alguien más chungo que yo mismo. Mal y bien. Eterna disputa. Si hubiera ido a catequesis sabría que. ¡Valiente michelin hediondo!.
-¡Di algo cariño, por el amor de Dios!- espeto mi ángel de la guarda, infinita bondad de lazo sanguíneo.
grrs nnños jossdputa, smmprrrr jdendo!!!- respondí entre dientes, escocido aún por el daño moral inflingido por el maldito y voluminoso olor de mofeta podrida.
-¡Deja de decir tacos hijo mio, por favor!,¿qué educación te estamos dando?¡ tu padre te va a lavar la boca con Jabón de Lagarto! - Voz divina en mis enrojecidas orejas.
¡Y que malo que estaba el puto Jabón de Lagarto!

Eternamente efímero

La primera vez que la vi yo era un pipiolo veinteañero con rastros de acné reseco, poca barba, mucho pelo y una hormonas salvajemente desbocadas que me pedían sexo a todas horas. Ella era un año mayor que yo y mil años más independiente, vivía en un piso compartido, había acabado la carrera y tenía los ojos mejor conjuntados con el resto de la cabeza que jamás he vuelto a ver en ninguna otra persona. Desprendía, toda su cara, una sonrisa radiante que te cegaba los ojos si osabas mirarla directamente y que cuando dejabas de mirarla te hacía ver puntitos de colores, sobre todo verde esperanza y rojo pasión.
Hubo atracción a primera vista. No sé que la pudo atraer de mí, igual mi aire de ingenuidad o la velocidad a la que me bebía las copas con tal de perder la vergüenza lo antes posible y atreverme a abordarla. Ella era un ángel caído del cielo, tremendamente sexual, su escotado vestido dejaba a la imaginación lo suficiente como para mantenerme cachondo desde el primer momento que la vi hasta que nos despojamos de toda la ropa en su habitación ordenada maniaticamente. Pero hasta la escena de sexo salvaje paso toda una noche, una nochebuena fría y demasiado corta en la que Papa Noel me dejó unos calcetines vacíos de caramelos y un amor eterno y fugaz que me acompañará para el resto de mi larga y progresiva desecación.
Bebimos y hablamos demasiado, quizá demasiado para acabar haciendo lo que los dos buscábamos. Ella vivía a tope, sin riendas ni cadenas, se buscaba las lentejas como podía, no era como el resto de la gente que yo conocía, incluido yo mismo, que vivía aun bajo las faldas de su madre esperando a tener las suficientes pelotas como para tomar el timón o subirse al tren de la vida loca. Ella no había esperado, había salido sin brújula ni mapa en busca de nada en cuanto sintió la llamada de la selva, por aquel entonces no la iba mal, por lo menos hacía lo que le salía de los ovarios.
Salimos del local borrachos de alcohol y con el puntillo del próximo, cada vez más próximo, atracón de sexo. Cogimos, como dos borrachuzos inconscientes que eramos, mi pequeño y destartalado coche que había aguantado sin multas en una parada de autobuses toda la noche y pusimos rumbo a su casa.
Llegamos y nos pusimos unas copas bien cargadas y sin hielo. Ninguno de los dos quería dar el paso. Hablamos y hablamos y nos conocimos todo lo que el tiempo y la borrachera nos permitieron y como los dos estábamos emparejados con otras personas decidimos ser buenos e irnos a dormir separados pese a que eramos dos polos opuestos de un mismo imán. Al poco comencé a sentir frío y la pedí que me hiciera un hueco en su cama. Accedió. Dormimos espalda con espalda hasta que el sueño nos llevo a juntar los labios y las lenguas, a quitarnos las pocas ropas que llevábamos, a desordenar toda la habitación que ya desprendía olor a feromonas, a entregarnos a la pasión, a dejar de ser dos locos y convertirnos en un solo torrente de desenfreno sexual. Hicimos el amor como desconocidos y follamos como novios enamoradísimos, rompimos la cama con mis acometidas y sus saltos, los vecinos se unieron a la fiesta y gritaban (nosotros no escuchábamos, sólo eramos sentimiento). Entonces sonó su teléfono. Era su novio que venía a hacerla una visita matutina. Me vestí rápidamente y me fui sin despedirme, no intercambiamos teléfonos, ni direcciones de correo electrónico, ni tardes de otoño en el cine, ni mañanas de domingo en El Retiro, ni cañas en La Latina con los amigos, ni más noches locas en cualquier antro de la ciudad.
Salvo en mis sueños no la había vuelto a ver, hasta esta mañana. Esta mañana fui a ver a unos amigos a una urbanización de las afueras de esas que tienen todos los chalets iguales. En una de esas casas exactamente igual que la de mis amigos pero con otro numero en la puerta, ella aparcaba un monovolumen rojo y bajaba de él a dos niñas pequeñas que eran su viva imagen. No sé cuantos años han pasado desde aquella nochebuena, lo que sé es que ya no soy un pipiolo, que mis antiguo acné ya no es mas que unas pocas cicatrices de granos mal curados, tengo poco pelo y mucha barba y he domesticado a mis hormonas a base de obligada abstinencia sexual. Pero ella sigue igual, igual de angelical, igual de sexual e igual de infinitamente lejos de mi. Ha pasado mucho tiempo, tanto que ella me ha mirado pero no me ha reconocido y ha entrado en casa como si nada. Y yo, que la he tenido en todas y cada una de mis fantasías sexuales y familiares, en todos y cada uno de mis sueños de despierto y los de dormido, en todas mis noches de soledad y de compañía y en todos los momentos que mi corta imaginación me ha permitido, no he entrado en casa de mis amigos, he cogido mi pequeño y destartalado coche y he puesto rumbo a casa de mis padres a esperar a un tren que ya pasó y no quise coger, a la mesa puesta, la comida caliente, la ropa planchada y la cama hecha y vacía de ella.

Pesadilla antes de descansar

La pesadilla sigue y los problemas crecen, como crece esa verruga asquerosa que me salio hace unos meses en la axila derecha. Suena el despertador y se acaba la vida. Desayuno mierda recalentada de anoche. No me pienso duchar, y ya van tres días, me suda la polla si mi olor corporal disgusta a mi gordo y sudoroso carnicero o al sucio y conspirador portero de mi destartalado y ruinoso portal. La jungla bengalí, la sabana africana, la cuenca del amazonas, el barrio de Lavapies. Todo mezclado. No agitado. Todo aquí fuera, al alcance de cualquiera, de cualquiera de los elegidos claro.
Subir al metro. yo suelo bajar al metro pero el resto de la gente sube al metro. Olor a humedades y mohos azules y circulares como los de la cortinilla de mi olvidada bañera. Nausea matutina y curvas de mujer trabajadora. Esta es mi vomitiva estación. Me apeo y subo al desierto del sáhara, a la estepa mongola, al cañón del colorado, el barrio de Salamanca. Chirrío de huesos, necesito tres en uno. ¡jefe, un carajillo de cognac!. Como nuevo. Nueve de la mañana.
El látigo del patrón rasga mi huesuda espalda en cuanto sus ojos se posan sobre mi amplia escasez de pelo. ¡si bwana!, ¡si amo! Amen. Me aprieta los grilletes a la altura del tobillo. Siento como mi sangre quiere subir de mis pies y no puede. Pies hinchados, pesan. Algún día le rajaré el abdomen y le sacaré sus sanguinolentas y podridas tripas. Entrañas en una bolsa del Día. Las rebozaré y me las comeré gustosamente fritas regadas con un buen vino de rioja rojo y con cuerpo, como la sangre que manará de su inerte y maloliente cadáver, larvas de moscas salen de las cuencas de sus ojos.
Piedra, cincel y martillo. Clinck, clink, ocho monótonas horas. Clink, clink, hebreos en Egipto. Clink, clink, callos en mis manos amortiguan los golpes. Clink,clink, imagino un rancho en el lejano oeste y una mujer de anchas caderas. Anchas caderas que traen cachorros fuertes de pelo moreno y lacio. Las mañanas son relucientes. Ojos deslumbrados por el sol. Amplios campos de dorado trigo y remolachas chupando de la placenta de la tierra. Viñedos. Los chicos me ayudan con el ganado. Comemos roastbeef y pastel de cerezas caliente, crujiente y apetitoso. Cenamos tortilla de patata y ensalada griega. Fumo tabaco de liar perfumado y fuerte. Me agarro a las crines de mi blanco y virginal caballo. Unicornio por las praderas, siento el viento en mi cara. Libertad. Clink, clink, de vuelta en la pesadilla. Clink, clink, mis muñecas oxidadas gritan de dolor. Clink, clink, día de paga, esclavitud con derecho a paga, esclavitud sin derecho a mugrientas casas de un dormitorio apestoso ni viandas apetitosas y abundantes en la mesa. Me quitan los grilletes por hoy.
La calle esta infestada de cucarachas con corbata, putas enfundadas en vestidos de lentejuelas relucientes de Chanel, ratas sonrientes con chaquetas de pana marrón y tetrabricks de Don Simón. Me gustaría pasear por la alcantarillas nada de lo que haya ahí abajo puede ser peor que la superficie. Bajo al metro. Barco negrero de vuelta a Freetown. Huele a sudor rancio y queso italiano de gusanos. Gusanos que fermentan azúcares y emiten gases verdes, palidos y fétidos. Me mimetizo con el medio. Todos olemos igual al final de la jornada.
Y de nuevo la vida. Saco un buen cogollo verde aceituna con pelillos marrones. La boca se me hace agua. Deshago la madeja y me lío un cigarrillo con precisión de relojero , un cigarrillo perfecto. El hermano pequeño de Morfeo me acompaña a la vida . A mi sonriente y feliz vida. La cabeza me cosquillea. Mis pulmones llenos de vida. Me mezo en la vida. Nado en la vida. La vida recorre mis venas calentando mi sangre. Mamo de las enormes y generosas ubres la vida. !Qué nunca se acabe la vida!